martes, 8 de octubre de 2013

LA DIVERSIDAD

Doce Reflexiones sobre la Multiculturalidad en América Latina


“El mundo que queremos es uno 
donde quepan muchos mundos"
Subcomandante "Marcos".
Chiapas, 30 de julio de 1996.


1

Desde el fondo de sus propias historias, las sociedades de América latina arrastran en su imaginario colectivo la contradicción entre “civilización y barbarie”, construida a partir de una concepción eurocéntrica falaz e interesada. Esta contradicción pone de manifiesto una afirmación que es conveniente remarcar: si en América la discriminación surge como justificación histórica del genocidio perpetrado durante la Conquista, subsiste como necesidad de legitimar la explotación económica que en la actualidad se ejerce sobre los campesinos indígenas. Para todo pueblo dominador, el pueblo sojuzgado fue y seguirá siendo “bárbaro y hereje” porque necesita argumentar en defensa de su propia barbarie puesta de manifiesto en el acto del sometimiento, degradando para siempre al sometido (Hernández, 1984: 39). El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss plantea al respecto una paradoja significativa: "El bárbaro es ante todo el hombre que cree en la barbarie" (1984: 310).

Si bien la derecha latinoamericana, en una tentativa mal disimulada de ocultar sus intereses de clase y sus motivaciones profundamente racistas, ha dicotomizado la cuestión pretextando la instauración de un proceso “civilizatorio” supuestamente beneficioso para los ("bárbaros") pueblos indios; por su parte, la actitud de algunos sectores progresistas ha teñido las relaciones interétnicas de un prejuicioso paternalismo que delata falta de fe en las culturas étnicas como un valor para, y no tan sólo como un valor en sí (Bartolomé y Robinson, 1984: 186). Se hace evidente que la izquierda orgánica encuentra en las culturas indígenas americanas el anclaje fundante útil para la construcción de una identidad cultural definida por oposición al modelo occidental dominante, sin que quede muy claro el rol a desempeñar por los pueblos indígenas, en su condición de tales, en los procesos de liberación. La formulación de una tesis de autodeterminación nacional-regional, pero sin superar las contradicciones étnicas internas, no parece viable (ej. ex URSS) y mucho menos honesta. “La síntesis cultural –escribía Paulo Freire- no niega las diferencias que existen entre una y otra visión sino, por el contrario, se sustenta en ellas. Lo que sí niega es la invasión de una por la otra. Lo que afirma es el aporte indiscutible que da una a la otra” (1987: 237).

La construcción de un consenso étnico-social para América latina surgirá en el horizonte como una meta posible, a condición de no forzar oposiciones donde sólo existen diferencias, y del abandono definitivo de los etnocentrismos inconfesos. “Todos ellos nos ven a los indios como su sector campesino, fuerza descerebrada, condenados a ser dirigidos por la doctrina del proletariado industrial –denunciaba en 1979 el Movimiento Indio Túpaj Katari-. Los marxistas andinos están en pugna con la razón. En su seno está prohibido pensar. Querer actualizar, nacionalizar la doctrina europea es herejía. Por ello no hay asomo de marxismo andino ni de izquierda nacional. Todas sus facciones son eco europeo, compiten entre ellas en fidelidad ortodoxa al pensamiento extranjero" (Reynaga, 1980: 12).

Como vemos, el conflicto atraviesa al continente estableciendo una virtual frontera sociocultural en la que friccionan desde hace ya más de medio milenio dos mundos en colisión: uno seminal y oprimido y otro aluvional y hegemónico. La resultante de este proceso histórico es la reproducción de sociedades brutalmente fracturadas, no solamente clasial, sino también étnicamente (véase Cuadro 1).

CUADRO 1
Gráfico del sistema interétnico de estratificación según Adolfo
Colombres (1988: 266). Las líneas llenas indican relaciones de
opresión y las cortadas relaciones de alianzas posibles. La
burguesía indígena como categoría social en formación
sólo existe en algunos países de América latina.[1]

Desde esta perspectiva estructural, las fuerzas progresistas deben comprender que hoy en América latina toda agudización de la conciencia étnica se constituye también en agudización de la conciencia de clase, y que si el objetivo es una sociedad en la cual exista unidad en la diversidad, luego, la estrategia misma del proyecto civilizatorio latinoamericano tiene que admitir y fomentar la multiplicidad y la especificidad cultural, antes que sea demasiado tarde (Varese, 1979: 370-371). Si bien ya no hay espacio político, ni social, ni cultural para soñar con el regreso al Tawantinsuyo,[2] tampoco podrá obviarse el aporte innegable de los pueblos indígenas al modelo en gestación y su participación libre y activa en la construcción del mismo.

Con respecto a la gestión de apoyos exteriores y/o a la política de alianzas (coyunturales o permanentes y en ocasiones imprescindibles) con fuerzas ajenas al movimiento indio y sus potenciales efectos distorsivos en la percepción del resto de la sociedad sobre los objetivos que históricamente su lucha persigue; a la que, en consecuencia, se la sospechará infeccionada por intereses extraños (situación que será aprovechada por sus detractores para desvirtuarla), puede ser útil tener presente las siguientes palabras de Antonio Gramsci: "Admitiendo que hagamos lo que hagamos siempre hacemos el juego de alguien, lo importante es intentar por todos los medios hacer bien nuestro propio juego, es decir, vencer netamente" (2012: 107-108). En línea con lo dicho, creemos que para llevar adelante una estrategia de estas características es fundamental que la organización indígena que la asuma no resigne el liderazgo y control de la misma, evitando someterse así a un rol de simple seguidismo que a la postre menoscabe el "propio juego" del que habla Gramsci.

2

Los balbuceantes pasos iniciales dados por los pueblos indios a partir de la década de 1970, en pos de alcanzar una mínima organización política que los aglutine y sirva a su propósito de reorganizar la sociedad sobre las bases que su revolución reclama, están arrojando sus primeros frutos en algunos países de América latina. La fuerza de la incipiente unidad de los pueblos indígenas de Ecuador y Bolivia, por siglos dormida en sus fragmentadas conciencias, ha mostrado un poder de transformación capaz de conmover los cimientos del orden instituido en los Andes desde la Colonia. La Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) y la Central Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), dos organizaciones emblemáticas del movimiento indígena sudamericano, han logrado en los últimos tiempos una sólida capacidad de organización y movilización, y un importante capital político al que los partidos tradicionales aún no han podido acceder (más allá de la cooptación de algunos dirigentes o de los desgastantes conflictos internos entre éstos, en ocasiones incentivados desde afuera [Quispe, 2003: 11]). Esta legitimidad de origen y representación les otorgó un protagonismo determinante dentro de los movimientos de resistencia civil de ambas naciones, quienes en los últimos años han jaqueado en reiteradas oportunidades a los gobiernos de turno. En una región del subcontinente permanentemente asediada por el fantasma de la insurrección indígena y popular, se ha pretendido explicar estas recurrentes convulsiones como fruto de la ausencia de Estado y por ende de políticas de contención y desarrollo social en amplios sectores de la población. Si bien coincidimos con la apreciación sobre el rol del factor socioeconómico como disparador de determinados conflictos de carácter coyuntural, en nuestra opinión la naturaleza de la cuestión andina es más profunda y compleja y no estaría tan directamente relacionada con la “ausencia”, sino con la “ilegitimidad” del Estado. El modelo de fractura social instaurado en América desde tiempos coloniales -como arriba se dijo- y la secular acumulación de tensiones entre las diversas identidades históricas que conforman la nacionalidad boliviana y ecuatoriana, sumadas a un estándar político-administrativo hegemónico que las excluye o ignora, ha ocasionado que estos Estados nacionales enfrenten serios problemas de legitimidad y su autoridad sea permanentemente cuestionada en aquellas regiones con fuerte presencia india. La creación de un nuevo Estado de carácter plurinacional, que contemple la existencia de espacios institucionales y territoriales donde la diversidad sociocultural pueda coexistir y florecer libre de intolerancias y de cualquier forma de colonialismo interno, será el desafío que no pocas naciones latinoamericanas deberán enfrentar de cara a los próximos 500 años.

3

En algunos países de América latina los pueblos originarios constituyen lo que técnicamente se ha denominado una “minoría sociológica”. Es decir, una mayoría demográfica a la que no se le reconoce, en términos de poder, su condición de tal. Es evidente que una situación de esta naturaleza y de tan antigua data (más de cinco siglos), esconde una fenomenal falsificación histórica que tiene por herederas y responsables directas –por acción u omisión-, a las sociedades nacionales y sus redivivas democracias. La justificación ideológica a este fraude nació en los lejanos tiempos de la Conquista de América y se fue reproduciendo a través de una educación etnocéntrica y prejuiciosa que hace eje en los valores culturales europeos y que descalifica sistemáticamente toda forma de cultura u organización india.[3] De esta manera el conquistador asumió, por propia imposición, la conducción de los destinos de pueblos que, a sus ojos, debían reformularse o incluso desaparecer como tales, por su propio bien. La verdad objetiva de aquella relación antidialógica, es decir de sujeto (el conquistador) a objeto (los indígenas), tenía su razón de ser en un plan de apropiación, explotación y, en no pocas ocasiones, de exterminio indígena, en beneficio de una “civilización” de la que, obviamente, los pueblos indios no formaban parte.

Los diversos procesos histórico-sociales que fueron configurando a los Estados nacionales latinoamericanos tal cual los conocemos hoy, dieron origen también a formas societales occidentalizadas en las cuales los pueblos indios fueron políticamente condenados a un ostracismo expectante. Sólo cuando fue necesario proveer “carne de cañón”, ya sea en las luchas por la independencia nacional o en las posteriores guerras intestinas, los indios volvían a cobrar protagonismo histórico, el que se desvanecía tan pronto las elites criollas gobernantes, puesto a resguardo sus intereses, decidían firmar la paz.

En países como Guatemala o Bolivia, por ejemplo, donde los pueblos indígenas son una clara mayoría demográfica, la participación de los mismos en la distribución de las riquezas y en cuotas de poder es mínima. No obstante haberse constituido como repúblicas democráticas, importantes sectores de sus poblaciones han quedado excluidos de los derechos que como ciudadanos diferenciados (discriminación positiva) las constituciones de sus respectivos países les deberían observar, porque no convenía a los intereses de la “mayoría sociológica” el acceso de éstos al poder. Recién en fecha tan cercana como diciembre de 2007, y a partir de la llegada del aymara Evo Morales a la presidencia de la nación, Bolivia introdujo en su nueva Carta Magna un repertorio de articulados significativos en materia de reconocimiento de derechos indios, que tienen como objeto refundar el Estado boliviano y terminar con el colonialismo interno que excluyó a la mayoría indígena del país.[4] Mientras que en Guatemala, previo a la firma del “Acuerdo de Paz Firme y Duradera” celebrado el 29 de diciembre de 1996 entre la administración del presidente Álvaro Arzú y la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG),[5] que puso fin a la guerra interna; el 31 de marzo de 1995 se subscribió el “Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas”, en el que el gobierno se comprometió a incorporar una serie de reformas constitucionales con el objeto de reconocer los derechos de las etnias de este país centroamericano. (Véase Anexo Documental I.)

Aunque los Estados latinoamericanos admiten la pluralidad étnica existente al interior de sus fronteras, no le reconocen legitimidad política (los indígenas se consideran “pueblos” o “naciones” con pleno derecho al autogobierno), asignándole un carácter residual y transitorio, ya que en sus proyectos de nación la homogeneidad racial, lingüística y cultural constituye el objetivo fundamental. Como resultado de aquellos artilugios políticos, muchos países de América latina enfrentan hoy serios problemas de legitimidad estatal e integración social, los que los acercan peligrosamente a la fragmentación nacional. La deliberada voluntad de cada comunidad étnica de permanecer como Nosotros indiviso y autónomo –dice Pierre Clastres-, alienta el rechazo a la alienación que les impone la exonomía del Estado (2004: 74-76). Es sobre este fondo de injusticia y marginación que se recorta con nítidos contornos la amenaza de insurrección étnica, la que habrá de seguir latente hasta tanto las condiciones objetivas que la provocan no desaparezcan.

La presión del estrangulamiento sociocultural, económico y político al que se ha sometido a grandes contingentes poblacionales indígenas por demasiados años, los conducirá, más temprano que tarde, a plantearse la cuestión de la toma del poder o un creciente  ejercicio del mismo vía una mayor autonomía frente al Estado nacional, como herramienta imprescindible para revertir la situación endocolonial a la que se hallan sometidos, y para la posterior construcción de las nuevas relaciones sociales y políticas que su revolución persigue.

La vía institucional para la conquista del poder, es decir la concientización y organización de las masas indígenas con el propósito de consolidar un movimiento político que sintetice las aspiraciones del pueblo indio –altamente heterogéneo en sí mismo- y la posterior participación dentro del sistema político nacional, es vista con escepticismo y desconfianza, debido a que no les ofrece ni la forma ni las garantías suficientes. O sencillamente desechada por tratarse, en la generalidad de los casos, de minorías sin posibilidades ciertas de competir electoralmente en democracias de tipo representativas, cuyo principio de mayoría no es compatible con sociedades étnicamente segmentadas; lo que suele traducirse en un elevado índice de abstencionismo en los actos comiciales, tanto nacionales como estatales o locales.[6] “La viabilidad de sus culturas societales –reflexiona sobre la situación de las minorías nacionales en las democracias occidentales Will Kymlicka- puede verse alterada por decisiones económicas y políticas tomadas por la mayoría. Los recursos y las políticas cruciales para la supervivencia de las culturas societales de dichas minorías nacionales pueden ser subestimadas o infravaloradas, un problema al que no se enfrentan los miembros de las culturas mayoritarias. Habida cuenta de la importancia de la pertenencia cultural, se trata de una desigualdad importante que, de no corregirse, deviene una grave injusticia” (1996: 153). Con el objeto de superar esta situación de inequidad, se ha sugerido la conveniencia de adoptar una forma de democracia que contemple el principio de concordancia, entre cuyos ideales fundamentales figuran un más equitativo reparto del poder (power-sharing) y un alto grado de autonomía interna para los segmentos constitutivos de la sociedad global (Krumwiede, 1999: 122).

Una mujer indígena vota en las elecciones de Ecuador (foto: Dolores Ochoa/AP).

La aceptación del definitivo fracaso de la política indigenista oficial para “integrar” a los pueblos indios canibalizándolos (proceso de asimilación/ladinización), debe ser el consenso básico desde el cual se construya la nueva relación que reclaman las organizaciones indígenas. Ya no podrá buscarse más la incorporación india al sistema político nacional bajo las inaceptables condiciones que unilateralmente éste les impone, sino que será el propio sistema político nacional el que deberá reformularse con el propósito de dar cabida a todas las expresiones socioculturales y políticas que hacen a su realidad, logrando así legitimarse y estabilizarse. Paralelamente, la consolidación de una situación de ausencia de conflictos internos alejará al gobierno central de cualquier tipo de tentación autoritaria.

4

La autonomía regional (con sus escalas internas: comunal y municipal) será para los pueblos aborígenes la clave para llegar a una autodeterminación integral, ya que la misma implicará el dominio del territorio indígena (y los recursos naturales en él existentes) y la participación decisoria e igualitaria en el control de sus asuntos. La elección libre y consciente de la dirección que ellos asuman en la formulación, ejecución, evaluación y modificación de políticas o programas que los conciernan, materializados a través del autogobierno, los constituirá en sujetos y protagonistas principales de su propio destino. Todo otro modo o forma de cambio cultural deberá ser desechado por aculturativo y colonialista.[7]

Contrariamente a lo que algunos Estados nacionales han supuesto, no sin mala fe, la autodeterminación indígena no encubre una pretensión secesionista que traiga como resultado la "balcanización" del país; sino que, siguiendo una lógica intercultural, busca en lo nacional (y/o regional-local) un espacio de encuentro, diálogo y negociación de la multiculturalidad, en tanto que en lo demás cada etnia seguiría su propia vía de organización y desarrollo. Donald Rojas, ex presidente del Consejo Mundial de Pueblos Indígenas (CMPI), explica que los pueblos indios pretenden la autodeterminación, “aunque no en la forma de un Estado político independiente, ya que nuestros Estados políticos fueron eliminados hace tiempo. Buscamos las condiciones de poder continuar desarrollando nuestras culturas dentro de los esquemas de relaciones humanas dados. La nuestra es una lucha política, más no por el poder de dominar a otros, sino por la oportunidad de controlar nuestro ser colectivo” (1991: 19). Tal como algunos especialistas lo han señalado con acierto, la autonomía como régimen para la convivencia de la plurinacionalidad garantiza unidad y diversidad, al propio tiempo que salvaguarda la convivencia democrática dentro de las fronteras estatales (Díaz-Polanco, 1998: s/n).

5

El mantenimiento y defensa, por parte de los grupos étnicos americanos, de sus identidades básicas durante los pasados cinco siglos, resistiendo, a veces violentamente, al modelo impuesto por Occidente, no ha sido por locura o desesperación, sino por convicción razonada y emoción. Por tener la certeza que sólo así tendrían una oportunidad para sobrevivir como entidades étnicas diferenciadas, y además porque, en definitiva, eran sus deseos y los asistía el derecho. Hoy, la recuperación reivindicativa de esa historia negada y bastardeada se constituye en el aspecto crítico de una lucha que también los compromete con el futuro, ya que, como lo sintetizara Guillermo Bonfil Batalla, “La agresión más feroz del colonizador ha sido despojarlos de su historia, porque sin historia no se es y con una historia falsa, ajena, se es otro pero no uno mismo” (1992: 84). Si, como el historiador Jean Chesneaux decía, “el pasado es un fondeadero de las luchas del presente” (en Azcuy Ameghino, 1990: 43), deberemos, pues, reconstruir solidariamente nuestra historia común para, solidariamente, construir nuestro destino compartido; comprendiendo que las disimilitudes socioculturales son el resultado de búsquedas divergentes y no el producto del retraso evolutivo de unas (indígenas) con respecto a la otra (occidental).

6

El avance de la “aldea global” o “mundialización” de la civilización euroccidental, tecnificada e informatizada, sobre las diversas identidades étnicas, a través de la expansión de su poder económico-financiero y sistemas de control político y social, augura la completa asimilación y muerte cultural de lo diferente. “Tenemos presente –anota Néstor García Canclini- que en este tiempo de diseminación posmoderna y descentralización democratizadora también crecen las formas más concentradas de acumulación de poder y centralización transnacional de la cultura que la humanidad ha conocido” (1992: 25). El capital simbólico de la cultura de elite, tanto extrarregional como sus proyecciones locales, es presentado por ésta como paradigma planetario con el objetivo de unificar, masificar, usos y costumbres, valores e ideas, generando mercados y espacios propicios para sus intereses político-económicos.

Los medios de comunicación social (mass-media), como factor operativo gravitante en este proceso, operan básicamente sobre dos vertientes fundamentales: la cultura y la sociedad, las cuales a su vez se entrecruzan e influyen mutuamente. En la esfera de lo cultural, la visión degradada de su propio universo cultural se produce como efecto previo a la pérdida de los valores étnicos tradicionales y la posterior internalización de la ideología del grupo dominante, formándose en consecuencia una identidad negativa con respecto a su origen étnico. En el marco de lo social, el rompimiento del ethos tribal determina la desintegración como grupo socialmente organizado, expulsando a sus miembros, como una fuerza centrífuga, hacia los centros urbanos, para ulteriormente concentrarlos en la periferia de las grandes ciudades en un proceso de suburbanización forjador de las paupérrimas “villas miserias”, “callampas”, “jacales”, “cantegriles”, “ciudades perdidas”, etc., en las que un nuevo código sociocultural habrá de nacer signado por la marginalidad y la pobreza extrema.

La discriminación hace su aparición aquí como consecuencia del desajuste cultural entre los mapas cognitivos de estos grupos subalternos y el modelo impuesto por el universo simbólico dominante, segregando, por tal motivo, a los contenidos étnicos (y sus proyecciones populares) de la comunicación social. O, en el mejor de los casos, manipulándolos como mercancías espurias, subproductos culturales degradados y despolitizados destinados al consumo masivo y a la consiguiente profundización del proceso de subyugación cultural antes mencionado.

Movidos por el deterioro de su autovaloración, producto de los sistemas de coacción ideológica, traducidos en la adopción de la conciencia del otro (Ribeiro, 1985: 73); buscan la adscripción voluntaria al grupo dominante en el que, en definitiva, jamás se los aceptará como miembros integrales porque en el mantenimiento de la discriminación subyace la justificación de la dominación (Bonfil Batalla, 1990: 121). El desprecio al que a estos grupos socioculturales se somete obra sobre la base de los prejuicios de “apariencia” y de “clase”, además, claro está, del “prejuicio cultural” que venimos estudiando. El Profesor Oracy Nogueira define al primero como la exclusión del grupo blanco de un individuo a partir de su apariencia física: color de la piel, tipo de nariz, textura del cabello, etcétera (en Bastide, 1973: 40). En tanto que el segundo prejuicio, más evidente en los países con altos porcentajes de miscigenación, no tiene que ver con las razas, sino con la división en clases sociales; interponiendo profundas brechas entre los sectores oprimidos y las clases dominantes. Pero en las estructuras sociales de las Américas Pobres, donde como resultado de la dominación y explotación colonial y neocolonial existe una casi exacta correspondencia entre la división por clases y la división por etnias, el prejuicio racial adopta muy frecuentemente la forma del prejuicio de clase (Bastide, 1973: 19).

7

La educación es otra de las coordenadas que opera dentro de un sistema  interdependiente más vasto, engendrando una situación de subalternización y expoliación que se reproduce perpetuándose. Los planes de estudio escolares postulan una igualdad capciosa persiguiendo integrar a los indígenas a las sociedades nacionales, diluyendo sus identidades étnicas y exponiéndolos a una violencia social y cultural que los estigmatiza como seres inferiores sobre los que se admite todo tipo de abusos. La enseñanza bilingüe y bicultural que la realidad indígena impone como una necesidad imperiosa, aunque no suficiente (“el alfabeto no redime al indio”, decía José Carlos Mariátegui [1972: 11]), resalta el divorcio existente entre los propósitos asimilacionistas de los centros educativos oficiales y las especificidades etnoculturales que los grupos autóctonos pretenden salvaguardar como clave para su propia supervivencia. A partir del supuesto básico de que todos los hombres son iguales, el sistema educativo formal negó el derecho a la diversidad cultural, intentando, a través del llamado curriculum oculto, destruir la comunión del indígena con su universo normativo, desnudándolo de contenidos y valores propios, para luego imponerle un ropaje ajeno útil a los intereses de las burguesías nacionales. “Como resultado –opina la antropóloga Isabel Hernández- se obtiene que el niño o el adolescente indígena, al sentirse por una parte llamado a identificarse culturalmente con la sociedad nacional y por otro rechazado y discriminado por ser indio, oscila entre autoafirmarse como aborigen o negar su identidad, y así se conflictúa introducido en un juego de dos identidades que lo atraen y lo rechazan alternativamente” (1984: 35). Los consecuentes efectos negativos de este método esquizofrénico se manifiestan principalmente en la situación de inferioridad a la que se hallan sometidos los alumnos indios con respecto al proceso educativo formal y sus compañeros no-indígenas, contribuyendo de esta manera, junto a la sempiterna falta de materiales adecuados para una educación que contemple sus especificidades, al bajo rendimiento, el ausentismo y/o la deserción escolar, reproduciendo un estado de cosas que tiende así a perpetuarse (ibídem). Los indígenas, por su parte, deconstruyendo esta concepción aculturadora afirman: "tenemos derecho a ser distintos porque somos iguales" (mensaje de los indígenas de América latina al papa Juan Pablo II. Izamal, Yucatán, México, 12 de agosto de 1993), y demandan en cambio una educación pública de gestión comunitaria (se refiere específicamente a la intervención de los consejos comunitarios indígenas en la co-dirección, la elaboración de contenidos y en la designación del plantel docente), bilingüe e intercultural. Este reclamo se justifica en parte por la desconexión existente entre los contenidos curriculares y la realidad que se vive en las comunidades indígenas, lo que ha provocado que la escuela, como "motor para la movilidad social", se constituya en una expulsora de los miembros escolarizados de las mismas ya que los prepara para actuar en un mundo ajeno a las formas culturales que les son propias. De manera que para mejorar su calidad de vida los jóvenes deben abandonar sus comunidades de origen, a las que difícilmente regresen (Bermúdez Urbina y Núñez Patiño, 2009: 124).

8

Encarnizadamente combatidos en su originalidad y disparidad espiritual, gran parte de las creencias tradicionales nativas cayeron en el olvido, en tanto que una indeterminada porción de las mismas subsiste bajo formas sincréticas o mimetizada con la iconografía y el ritual que los invasores les impusieron. El etnocidio que las diferentes ordenes religiosas practican entre los indígenas, coacciona sobre el sistema religioso-cultural de estos pueblos mutando el perfil básico de la cultura, es decir, las referencias de sentido mítico-religiosas que concedían plenitud al actuar del hombre (Novati, 1984: 18), vaciándolos espiritualmente y disponiéndolos, de esta manera, para introyectar una ideología autoritaria, dogmática e intolerante que los desvaloriza y socava en su heterogeneidad cultural.

En las décadas de 1970-80, desde diversos grupos sociales y académicos (fundamentalmente sociólogos y antropólogos) latinoamericanos se fueron alzando voces para denunciar las actividades y expansión de las sectas evangélicas fundamentalistas estadounidenses y los efectos destructivos de su trabajo sobre las culturas indígenas, lo que condujo a una mayor toma de conciencia con respecto al tema, aunque el panorama en las comunidades no se modificara sustancialmente (Löwy, 1999: 145 y ss.). Paralelamente, con la penetración de los misioneros protestantes surgieron conflictos interrreligiosos entre éstos y las distintas órdenes católicas, los que en ocasiones afectaron de manera directa a las comunidades indígenas provocando enfrentamientos y divisiones. (Estos conflictos, de carácter ecuménico, tendieron a generalizarse debido a que, como lo indicó la Comandancia General de la URNG en uno de sus documentos, las Iglesias cristianas ejercen una influencia política e ideológica que atraviesa fronteras sociales, de clase y étnicas [1988: 153].)

Sin duda la religión fue y es el campo de batalla donde tienen lugar las mayores disputas ideológicas. En América latina, el pentecostalismo vive hoy (en su versión "neo") una rápida expansión entre las comunidades aborígenes e incluso ha cambiado la valoración que desde las academias antes mencionadas -o de una parte considerable de ellas- se hace de su acción pastoral, visualizándoselo ahora como fundamento del revivalismo cultural indígena. Así, se ha sostenido observar una identificación entre el culto pentecostal nativo (con su cohorte de sanadores, profetas, tembladores, rezadores, extáticos y danzarines frenéticos) y el chamanismo tradicional (Bastian, 2005: 44-46).

No obstante la autoadscripción de importantes contingentes de indígenas a los nuevos movimientos religiosos neotestamentarios que aquí se menciona y del evidente resquebrajamiento de la hegemonía católica en la región, esta inédita situación no parecería inscribirse mayoritariamente en una auténtica identificación religiosa de las comunidades indias latinoamericanas con los principios teológicos del protestantismo (más allá de ciertas afinidades místico-rituales); sino que estaría originada por la búsqueda en la hipotética "flexibilidad y maleabilidad doctrinal" (Bastian, 2005: 47) evangélico-pentecostal de un refugio que facilite la recomposición de su universo simbólico. De esta manera, el fenómeno de la creciente membresía evangélica indígena formaría parte, en términos generales, de una estrategia mayor de resistencia étnica frente al agresivo colonialismo interno de la sociedad dominante y sus posibles aliados intraétnicos, identificados históricamente con el catolicismo romano.

Por su parte, en el marco de los preparativos para la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento y Evangelización de América, los sectores más progresistas de la Iglesia católica solicitaron la creación de un punto de inflexión en la larga e infecunda acción indigenista que la institución realiza, y reclamaron que se reconozca humildemente la culpa y se ponga en práctica una verdadera libertad religiosa (De Nevares, 1990: 193-194).

Como bien lo señaló Fanon, “La Iglesia en las colonias es una Iglesia de blancos, una Iglesia de extranjeros. No llama al hombre colonizado al camino de Dios sino al camino del Blanco, del amo, del opresor. Y, como se sabe, en esta historia son muchos los llamados y pocos los elegidos” (2009: 36-37).

Los esfuerzos de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas en Chiapas, México, en el sentido de coadyuvar a la gestación de una “Iglesia autóctona” dentro de las comunidades indias de su influencia que respete y promueva el apego de éstas a sus propias raíces culturales y cosmovisión (Valtierra-Zamudio, 2012: 74-89), marcan una línea de acción pastoral divergente con la política tradicional que en este sentido la Iglesia católica lleva adelante en América latina.

9

La proclamada cultura universal (interactiva y dialógica[8]) se convierte así en la universalización de Una cultura (occidental y hegemónica), autodesignada conciencia moral del mundo. “La experiencia –apunta Guillermo Magrassi- debiera habernos enseñado que no hay palabra, idea, imagen, gesto, que posea toda la verdad, y que si no hay visiones y formas distintas con las cuales cotejar la propia, el avanzar hacia porciones cada vez mayores de verdad se hace imposible y es demasiado fácil caer en el autoengaño, la ilusión, la alienación” (1982: 48).

Otro equívoco común, debido a la rapidez con la que se suceden las invenciones en estos tiempos, consiste en creer que la cultura euroccidental ha sido producto principalmente de la autocreación. Es interesante observar que la supuesta unicidad cultural que se pretende oponer, desde las trincheras del Occidente judeocristiano, al “caos” de la multiplicidad étnica del Tercer Mundo, esconde el hecho histórico de que ella misma supo enriquecerse con la diversidad cultural durante milenios de contactos e intercambios, los que en ocasiones no excluyeron el “espionaje”. Ralph Linton opinaba que es posible que no exista una cultura en nuestros días que deba más de un 10% del total de sus elementos a invenciones efectuadas por los miembros de su propia sociedad (1982: 317).

10

América latina y el área caribeña constituyen el escenario geopolítico en el que vive, se reproduce, crea, se desarrolla y sueña un vasto contingente humano heterogéneo, que, como hemos venido observando, lucha por la defensa de sus identidades históricas diversas, contraponiéndolas, a manera de “último confín”, a la expansión hegemónica de las poderosas usinas culturales de Occidente. Analicemos ahora, someramente, los guarismos que evidencian esta compleja realidad demográfica: Guillermo Magrassi calcula la conformación étnico-racial latinoamericana para 1980, sobre 360 millones de habitantes, en 10% de indígenas, 30% de mestizos e indios ladinizados, 24% de negros y mulatos y 36% de blancos, ablanqueados y otros (1982: 30). Toda esta fecunda humanidad tiene su correlato en el campo de la especificidad cultural y la originalidad lingüística, lo que dio origen a la desmovilizante tesis de la “Babel americana”. Advertidos de este potencial, no sólo étnico, sino incluso revolucionario, desde los sectores más reaccionarios, tanto endógenos como exógenos, se ha intentado presentar -como lo denunciaron las organizaciones indígenas de América latina en la Segunda Reunión de Barbados en 1977- “un cuadro de extremada fragmentación dialectal y lingüística, tratando de demostrar la inviabilidad de la formación de unidades lingüísticas estandarizadas, esenciales para el despegue de proyectos políticos de liberación de los pueblos indios, (...) (y a su vez) sustentar la ideología del carácter ahistórico, estático y regresivo de las lenguas indígenas, según la cual éstas serían incapaces de absorber dinámicamente las nuevas experiencias colectivas que confrontan los pueblos oprimidos. En otros términos, se les niega la posibilidad de una interpretación propia tanto conceptual como lingüística, de la dinámica social y de la naturaleza” (Doc. de la Segunda Reunión de Barbados, 1979: 399).

11

El modelo de modernidad neoliberal impuesto en la década de 1990 por los países centrales a las naciones de la periferia americana, a través de sus organismos económicos-financieros (FMI + BM + BID + OMC + multinacionales) y sus recetas de reconversión, concentración y ajustes salvajes, acentuaron las desigualdades distributivas del ingreso per cápita.[9] Mientras una ínfima porción más rica mantuvo o acrecentó sus ingresos, la inmensa mayoría vio reducirse los suyos, agudizándose los contrastes entre ricos y pobres. También aumentaron los porcentajes de población que viven en la extrema pobreza, reinvirtiéndose la tendencia de las tres décadas de posguerra (1945-1975). En la actualidad los pobres urbanos de América latina, en su mayoría migrantes internos, son todavía más pobres que los pobres rurales (R. Acción, 19/12/1991: 8-9). Por su parte, la usuraria deuda externa latinoamericana acumula ya 700.000 millones de dólares, lo que equivale a más de dos años de todas las exportaciones de la región (Relea, 1999: 22).

12

En este cambio de milenio, signado por la violencia étnica, los miopes profetas del universalismo hegemónico deberían comprender definitivamente que el futuro de una convivencia más justa y pacífica entre los pueblos habrá de reposar en el respeto irrestricto del derecho a la diversidad, y en la creación del marco institucional en el que tenga posibilidades de ser y fructificar. En tanto que el espacio para el encuentro de la multietnicidad y la pluriculturalidad, expresiones cabales de la auténtica riqueza de la humanidad, se concretará, como lo expresara el antropólogo francés Robert Jaulin (1970), a partir del diálogo entre las partes y la renuncia insoslayable de cada una de ellas a aspirar a la totalidad; generando así un modelo multidimensional en el que la interacción dialógica sea la norma que rija las relaciones interétnicas.

(Continúa en LA EXPLOTACIÓN)


[1] La socióloga Aracely Burguete señala que en la región de los Altos de Chiapas, México, “un embrión de algo que podría ser una pequeña burguesía indígena emergente se ha apropiado de extensiones importantes de tierra, ejerce presiones políticas para el control del agua para el riego y adicionalmente tiene dominio sobre los mercados locales y regionales, sobre las rutas de transporte y sobre el capital usurero. Poder económico que se combina con el control político que, también este grupo suele ejercer, apoyado por las estructuras de poder gubernamental y del partido oficial”. (México: Experiencias de Autonomía Indígena. Coord. Burguete Cal y Mayor, Aracely. Documento IWGIA Nº 28. Copenhague, 1999. Pág. 292).
[2] No estamos negando el valor del Tawantinsuyo como fuente de inspiración ideológica para el movimiento  político indio. En lo que no creemos, es en la posibilidad de la restauración mecánica de un sistema cristalizado, y por ende divorciado en muchos aspectos de las condiciones objetivas de la realidad actual de los pueblos indígenas andinos. El intelectual peruano José Carlos Mariátegui decía al respecto: “Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa” (Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Editorial Gorla. Buenos Aires, 2005. Pág. 258).
[3] Héctor Díaz Polanco sostiene que aún en la actualidad: “Toda forma de organización en la que se utilizan procedimientos colectivos para la toma de decisiones, se ejerce la autoridad como servicio, funcionan los controles internos de los recursos, se practica la reciprocidad, etcétera, es vista con sospecha y sobresalto por los profetas de la globalización neoliberal” (La Rebelión Zapatista y la Autonomía. Siglo XXI Editores. México, 1997. Pág. 26).
[4] La Nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia fue aprobada en Oruro por la Asamblea Constituyente el 9 de diciembre de 2007, y posteriormente sometida a referéndum popular el 25 de enero de 2009, donde fue ratificada por el 61,43% de los votos emitidos. El largo y conflictivo proceso de elaboración del nuevo texto constitucional, finalmente promulgado el 7 de febrero de 2009, estuvo signado por una fuerte, y por momentos violenta, oposición de los sectores autonomistas de los ricos departamentos del oriente; refractarios a buena parte de los postulados más substanciales que en ella pretendían introducir los constituyentes ideológicamente alineados con el presidente Morales. Con el paso de los años el proceso de reformulación del Estado boliviano (especialmente en el tema autonomías indígenas), según opinión de algunos observadores, demostró no ser tal, ralentizado por trabas burocráticas implementadas por el gobierno del MAS que entorpecieron su efectiva puesta en marcha.
[5] La coordinadora guerrillera URNG, constituida el 7 de febrero de 1982, estaba integrada por cuatro grupos insurgentes: el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) y la fracción Núcleo de Dirección Nacional del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT-NDN).
[6] El triunfo en las elecciones bolivianas de diciembre de 2005 de Evo Morales Ayma, primer presidente indígena de este país, con un 53,7% de los votos emitidos y una participación que ascendió al 84% del electorado, marca un cambio sustantivo en la actitud de los pueblos indígenas –al menos de los demográficamente significativos- hacia los procesos electorales como instrumentos de cambio.
[7] El informe Cobo, presentado en las Naciones Unidas, ha dejado perfectamente aclarado que este principio fundamental se aplica tanto a los pueblos dentro de un Estado, como a los pueblos colonizados fuera de éste (Martínez Cobo, José: Estudio del Problema de Discriminación Contra las Poblaciones Indígenas. ONU. Ginebra, 1983).
[8] En el sentido que le da Todorov al término, cuando dice que dialogando con el otro sin imposiciones, "le reconozco una calidad de sujeto, comparable con el sujeto que yo soy" (La Conquista de América. El Problema del Otro. Siglo XXI editores. Buenos Aires, 2003. Pág. 143).
[9] Según un estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) denominado “Hacia una Democracia de Ciudadanas y Ciudadanos”, presentado en septiembre de 2004 en México, de la experiencia de gobierno de los jefes de Estado latinoamericanos consultados surge que las mayores presiones sobre la autonomía de las decisiones presidenciales provienen del gobierno de Estados Unidos y los organismos multilaterales de crédito, las que son valoradas negativamente en todos los casos (Verbitsky, Horacio: ¿Quién Manda en Latinoamérica? Diario Página/12. Buenos Aires, 19/09/2004).


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:

FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-diversidad.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].