Doce Reflexiones sobre la Multiculturalidad en América Latina
“El mundo que queremos es
uno
5
(Continúa en LA EXPLOTACIÓN)
donde quepan muchos
mundos"
Subcomandante
"Marcos".
Chiapas, 30 de julio de 1996.
1
Desde el fondo de sus propias
historias, las sociedades de América latina arrastran en su imaginario
colectivo la contradicción entre “civilización y barbarie”, construida a partir de
una concepción eurocéntrica falaz e interesada. Esta contradicción pone de
manifiesto una afirmación que es conveniente remarcar: si en América la
discriminación surge como justificación histórica del genocidio perpetrado
durante la Conquista ,
subsiste como necesidad de legitimar la explotación económica que en la
actualidad se ejerce sobre los campesinos indígenas. Para todo pueblo
dominador, el pueblo sojuzgado fue y seguirá siendo “bárbaro y hereje” porque
necesita argumentar en defensa de su propia barbarie puesta de manifiesto en el
acto del sometimiento, degradando para siempre al sometido (Hernández, 1984:
39). El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss plantea al respecto una paradoja significativa: "El bárbaro es ante todo el hombre que cree en la barbarie" (1984: 310).
Si bien la derecha latinoamericana, en una tentativa mal disimulada de ocultar sus intereses de clase y sus motivaciones profundamente racistas, ha
dicotomizado la cuestión pretextando la instauración de un proceso “civilizatorio” supuestamente beneficioso para los ("bárbaros") pueblos indios; por su parte, la actitud de algunos sectores
progresistas ha teñido las relaciones interétnicas de un prejuicioso
paternalismo que delata falta de fe en las culturas étnicas como un valor para,
y no tan sólo como un valor en sí (Bartolomé y Robinson, 1984: 186). Se hace
evidente que la izquierda orgánica encuentra en las culturas indígenas
americanas el anclaje fundante útil para la construcción de una identidad
cultural definida por oposición al modelo occidental dominante, sin que quede
muy claro el rol a desempeñar por los pueblos indígenas, en su condición de
tales, en los procesos de liberación. La formulación de una tesis de
autodeterminación nacional-regional, pero sin superar las contradicciones
étnicas internas, no parece viable (ej. ex URSS) y mucho menos honesta. “La
síntesis cultural –escribía Paulo Freire- no niega las diferencias que existen
entre una y otra visión sino, por el contrario, se sustenta en ellas. Lo que sí
niega es la invasión de una por la otra. Lo que afirma es el aporte
indiscutible que da una a la otra” (1987: 237).
La construcción de un consenso
étnico-social para América latina surgirá en el horizonte como una meta
posible, a condición de no forzar oposiciones donde sólo existen diferencias, y
del abandono definitivo de los etnocentrismos inconfesos. “Todos ellos nos ven
a los indios como su sector campesino, fuerza descerebrada, condenados a ser
dirigidos por la doctrina del proletariado industrial –denunciaba en 1979 el
Movimiento Indio Túpaj Katari-. Los marxistas andinos están en pugna con la
razón. En su seno está prohibido pensar. Querer actualizar, nacionalizar la
doctrina europea es herejía. Por ello no hay asomo de marxismo andino ni de
izquierda nacional. Todas sus facciones son eco europeo, compiten entre ellas
en fidelidad ortodoxa al pensamiento extranjero" (Reynaga, 1980: 12).
Como vemos, el conflicto atraviesa al
continente estableciendo una virtual frontera sociocultural en la que
friccionan desde hace ya más de medio milenio dos mundos en colisión: uno
seminal y oprimido y otro aluvional y hegemónico. La resultante de este proceso
histórico es la reproducción de sociedades brutalmente fracturadas, no
solamente clasial, sino también étnicamente (véase Cuadro 1).
Desde esta perspectiva estructural, las
fuerzas progresistas deben comprender que hoy en América latina toda
agudización de la conciencia étnica se constituye también en agudización de la
conciencia de clase, y que si el objetivo es una sociedad en la cual exista
unidad en la diversidad, luego, la estrategia misma del proyecto civilizatorio
latinoamericano tiene que admitir y fomentar la multiplicidad y la
especificidad cultural, antes que sea demasiado tarde (Varese, 1979: 370-371). Si bien
ya no hay espacio político, ni social, ni cultural para soñar con el regreso al
Tawantinsuyo,[2] tampoco podrá obviarse el aporte
innegable de los pueblos indígenas al modelo en gestación y su participación
libre y activa en la construcción del mismo.
Con respecto a la gestión de apoyos exteriores y/o a la política de alianzas (coyunturales o permanentes y en ocasiones imprescindibles) con fuerzas ajenas al movimiento indio y sus potenciales efectos distorsivos en la percepción del resto de la sociedad sobre los objetivos que históricamente su lucha persigue; a la que, en consecuencia, se la sospechará infeccionada por intereses extraños (situación que será aprovechada por sus detractores para desvirtuarla), puede ser útil tener presente las siguientes palabras de Antonio Gramsci: "Admitiendo que hagamos lo que hagamos siempre hacemos el juego de alguien, lo importante es intentar por todos los medios hacer bien nuestro propio juego, es decir, vencer netamente" (2012: 107-108). En línea con lo dicho, creemos que para llevar adelante una estrategia de estas características es fundamental que la organización indígena que la asuma no resigne el liderazgo y control de la misma, evitando someterse así a un rol de simple seguidismo que a la postre menoscabe el "propio juego" del que habla Gramsci.
Con respecto a la gestión de apoyos exteriores y/o a la política de alianzas (coyunturales o permanentes y en ocasiones imprescindibles) con fuerzas ajenas al movimiento indio y sus potenciales efectos distorsivos en la percepción del resto de la sociedad sobre los objetivos que históricamente su lucha persigue; a la que, en consecuencia, se la sospechará infeccionada por intereses extraños (situación que será aprovechada por sus detractores para desvirtuarla), puede ser útil tener presente las siguientes palabras de Antonio Gramsci: "Admitiendo que hagamos lo que hagamos siempre hacemos el juego de alguien, lo importante es intentar por todos los medios hacer bien nuestro propio juego, es decir, vencer netamente" (2012: 107-108). En línea con lo dicho, creemos que para llevar adelante una estrategia de estas características es fundamental que la organización indígena que la asuma no resigne el liderazgo y control de la misma, evitando someterse así a un rol de simple seguidismo que a la postre menoscabe el "propio juego" del que habla Gramsci.
2
Los balbuceantes pasos iniciales dados por
los pueblos indios a partir de la década de 1970, en pos de alcanzar una mínima
organización política que los aglutine y sirva a su propósito de reorganizar la
sociedad sobre las bases que su revolución reclama, están arrojando sus
primeros frutos en algunos países de América latina. La fuerza de la incipiente
unidad de los pueblos indígenas de Ecuador y Bolivia, por siglos dormida en sus
fragmentadas conciencias, ha mostrado un poder de transformación capaz de
conmover los cimientos del orden instituido en los Andes desde la Colonia. La Confederación
de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) y la Central Sindical
Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), dos organizaciones
emblemáticas del movimiento indígena sudamericano, han logrado en los últimos
tiempos una sólida capacidad de organización y movilización, y un importante
capital político al que los partidos tradicionales aún no han podido acceder (más allá de la cooptación de algunos dirigentes o de los desgastantes conflictos internos entre éstos, en ocasiones incentivados desde afuera [Quispe, 2003: 11]).
Esta legitimidad de origen y representación les otorgó un protagonismo
determinante dentro de los movimientos de resistencia civil de ambas naciones,
quienes en los últimos años han jaqueado en reiteradas oportunidades a los
gobiernos de turno. En una región del subcontinente permanentemente asediada
por el fantasma de la insurrección indígena y popular, se ha pretendido explicar
estas recurrentes convulsiones como fruto de la ausencia de Estado y por ende
de políticas de contención y desarrollo social en amplios sectores de la
población. Si bien coincidimos con la apreciación sobre el rol del factor
socioeconómico como disparador de determinados conflictos de carácter
coyuntural, en nuestra opinión la naturaleza de la cuestión andina es más
profunda y compleja y no estaría tan directamente relacionada con la
“ausencia”, sino con la “ilegitimidad” del Estado. El modelo de fractura social
instaurado en América desde tiempos coloniales -como arriba se dijo- y la
secular acumulación de tensiones entre las diversas identidades históricas que
conforman la nacionalidad boliviana y ecuatoriana, sumadas a un estándar
político-administrativo hegemónico que las excluye o ignora, ha ocasionado que
estos Estados nacionales enfrenten serios problemas de legitimidad y su
autoridad sea permanentemente cuestionada en aquellas regiones con fuerte
presencia india. La creación de un nuevo Estado de carácter plurinacional, que
contemple la existencia de espacios institucionales y territoriales donde la
diversidad sociocultural pueda coexistir y florecer libre de intolerancias y de
cualquier forma de colonialismo interno, será el desafío que no pocas naciones
latinoamericanas deberán enfrentar de cara a los próximos 500 años.
3
En algunos países de América latina los
pueblos originarios constituyen lo que técnicamente se ha denominado una
“minoría sociológica”. Es decir, una mayoría demográfica a la que no se le
reconoce, en términos de poder, su condición de tal. Es evidente que una
situación de esta naturaleza y de tan antigua data (más de cinco siglos),
esconde una fenomenal falsificación histórica que tiene por herederas y
responsables directas –por acción u omisión-, a las sociedades nacionales y sus
redivivas democracias. La justificación ideológica a este fraude nació en los
lejanos tiempos de la
Conquista de América y se fue reproduciendo a través de una
educación etnocéntrica y prejuiciosa que hace eje en los valores culturales
europeos y que descalifica sistemáticamente toda forma de cultura u
organización india.[3] De esta manera el conquistador asumió,
por propia imposición, la conducción de los destinos de pueblos que, a sus
ojos, debían reformularse o incluso desaparecer como tales, por su propio bien.
La verdad objetiva de aquella relación antidialógica, es decir de sujeto (el
conquistador) a objeto (los indígenas), tenía su razón de ser en un plan de
apropiación, explotación y, en no pocas ocasiones, de exterminio indígena, en
beneficio de una “civilización” de la que, obviamente, los pueblos indios no
formaban parte.
Los diversos procesos histórico-sociales
que fueron configurando a los Estados nacionales latinoamericanos tal cual los
conocemos hoy, dieron origen también a formas societales occidentalizadas en
las cuales los pueblos indios fueron políticamente condenados a un ostracismo
expectante. Sólo cuando fue necesario proveer “carne de cañón”, ya sea en las
luchas por la independencia nacional o en las posteriores guerras intestinas,
los indios volvían a cobrar protagonismo histórico, el que se desvanecía tan
pronto las elites criollas gobernantes, puesto a resguardo sus intereses,
decidían firmar la paz.
En países como Guatemala o Bolivia, por
ejemplo, donde los pueblos indígenas son una clara mayoría demográfica, la
participación de los mismos en la distribución de las riquezas y en cuotas de
poder es mínima. No obstante haberse constituido como repúblicas democráticas,
importantes sectores de sus poblaciones han quedado excluidos de los derechos
que como ciudadanos diferenciados (discriminación positiva) las constituciones
de sus respectivos países les deberían observar, porque no convenía a los
intereses de la “mayoría sociológica” el acceso de éstos al poder. Recién en
fecha tan cercana como diciembre de 2007, y a partir de la llegada del aymara
Evo Morales a la presidencia de la nación, Bolivia introdujo en su nueva Carta
Magna un repertorio de articulados significativos en materia de reconocimiento
de derechos indios, que tienen como objeto refundar el Estado boliviano y
terminar con el colonialismo interno que excluyó a la mayoría indígena del país.[4] Mientras que en Guatemala, previo a la
firma del “Acuerdo de Paz Firme y Duradera” celebrado el 29 de diciembre de
1996 entre la administración del presidente Álvaro Arzú y la guerrilla de la Unidad Revolucionaria
Nacional Guatemalteca (URNG),[5] que puso fin a la guerra interna; el 31
de marzo de 1995 se subscribió el “Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los
Pueblos Indígenas”, en el que el gobierno se comprometió a incorporar una serie
de reformas constitucionales con el objeto de reconocer los derechos de las
etnias de este país centroamericano. (Véase Anexo Documental I.)
Aunque los Estados latinoamericanos admiten
la pluralidad étnica existente al interior de sus fronteras, no le reconocen
legitimidad política (los indígenas se consideran “pueblos” o “naciones” con
pleno derecho al autogobierno), asignándole un carácter residual y transitorio,
ya que en sus proyectos de nación la homogeneidad racial, lingüística y
cultural constituye el objetivo fundamental. Como resultado de aquellos
artilugios políticos, muchos países de América latina enfrentan hoy serios
problemas de legitimidad estatal e integración social, los que los acercan
peligrosamente a la fragmentación nacional. La deliberada voluntad de cada
comunidad étnica de permanecer como Nosotros indiviso y autónomo –dice Pierre
Clastres-, alienta el rechazo a la alienación que les impone la exonomía del
Estado (2004: 74-76). Es sobre este fondo
de injusticia y marginación que se recorta con nítidos contornos la amenaza de
insurrección étnica, la que habrá de seguir latente hasta tanto las condiciones
objetivas que la provocan no desaparezcan.
La presión del estrangulamiento
sociocultural, económico y político al que se ha sometido a grandes
contingentes poblacionales indígenas por demasiados años, los conducirá, más
temprano que tarde, a plantearse la cuestión de la toma del poder o un
creciente ejercicio del mismo vía una
mayor autonomía frente al Estado nacional, como herramienta imprescindible para
revertir la situación endocolonial a la que se hallan sometidos, y para la
posterior construcción de las nuevas relaciones sociales y políticas que su
revolución persigue.
La vía institucional para la conquista del
poder, es decir la concientización y organización de las masas indígenas con el
propósito de consolidar un movimiento político que sintetice las aspiraciones del
pueblo indio –altamente heterogéneo en sí mismo- y la posterior participación
dentro del sistema político nacional, es vista con escepticismo y desconfianza,
debido a que no les ofrece ni la forma ni las garantías suficientes. O
sencillamente desechada por tratarse, en la generalidad de los casos, de
minorías sin posibilidades ciertas de competir electoralmente en democracias de
tipo representativas, cuyo principio de mayoría no es compatible con sociedades
étnicamente segmentadas; lo que suele traducirse en un elevado índice de
abstencionismo en los actos comiciales, tanto nacionales como estatales o
locales.[6] “La viabilidad de sus culturas
societales –reflexiona sobre la situación de las minorías nacionales en las
democracias occidentales Will Kymlicka- puede verse alterada por decisiones
económicas y políticas tomadas por la mayoría. Los recursos y las políticas
cruciales para la supervivencia de las culturas societales de dichas minorías
nacionales pueden ser subestimadas o infravaloradas, un problema al que no se
enfrentan los miembros de las culturas mayoritarias. Habida cuenta de la
importancia de la pertenencia cultural, se trata de una desigualdad importante
que, de no corregirse, deviene una grave injusticia” (1996: 153). Con el objeto
de superar esta situación de inequidad, se ha sugerido la conveniencia de
adoptar una forma de democracia que contemple el principio de concordancia,
entre cuyos ideales fundamentales figuran un más equitativo reparto del poder
(power-sharing) y un alto grado de autonomía interna para los segmentos
constitutivos de la sociedad global (Krumwiede, 1999: 122).
Una mujer indígena vota en las elecciones de Ecuador (foto: Dolores Ochoa/AP). |
La aceptación del definitivo fracaso de la
política indigenista oficial para “integrar” a los pueblos indios
canibalizándolos (proceso de asimilación/ladinización), debe ser el consenso
básico desde el cual se construya la nueva relación que reclaman las
organizaciones indígenas. Ya no podrá buscarse más la incorporación india al
sistema político nacional bajo las inaceptables condiciones que unilateralmente
éste les impone, sino que será el propio sistema político nacional el que
deberá reformularse con el propósito de dar cabida a todas las expresiones
socioculturales y políticas que hacen a su realidad, logrando así legitimarse y
estabilizarse. Paralelamente, la consolidación de una situación de ausencia de
conflictos internos alejará al gobierno central de cualquier tipo de tentación
autoritaria.
4
La autonomía regional (con sus escalas
internas: comunal y municipal) será para los pueblos aborígenes la clave para
llegar a una autodeterminación integral, ya que la misma implicará el dominio
del territorio indígena (y los recursos naturales en él existentes) y la participación decisoria e igualitaria en el
control de sus asuntos. La elección libre y consciente de la dirección que
ellos asuman en la formulación, ejecución, evaluación y modificación de
políticas o programas que los conciernan, materializados a través del
autogobierno, los constituirá en sujetos y protagonistas principales de su
propio destino. Todo otro modo o forma de cambio cultural deberá ser desechado
por aculturativo y colonialista.[7]
Contrariamente a lo que algunos Estados
nacionales han supuesto, no sin mala fe, la autodeterminación indígena no
encubre una pretensión secesionista que traiga como resultado la
"balcanización" del país; sino que, siguiendo una lógica intercultural, busca en lo nacional (y/o regional-local) un espacio de
encuentro, diálogo y negociación de la multiculturalidad, en tanto que en lo
demás cada etnia seguiría su propia vía de organización y desarrollo. Donald
Rojas, ex presidente del Consejo Mundial de Pueblos Indígenas (CMPI), explica
que los pueblos indios pretenden la autodeterminación, “aunque no en la forma
de un Estado político independiente, ya que nuestros Estados políticos fueron
eliminados hace tiempo. Buscamos las condiciones de poder continuar desarrollando
nuestras culturas dentro de los esquemas de relaciones humanas dados. La
nuestra es una lucha política, más no por el poder de dominar a otros, sino por
la oportunidad de controlar nuestro ser colectivo” (1991: 19). Tal como algunos especialistas lo han señalado con acierto, la autonomía como régimen para la convivencia de la plurinacionalidad garantiza unidad y diversidad, al propio tiempo que salvaguarda la convivencia democrática dentro de las fronteras estatales (Díaz-Polanco, 1998: s/n).
El mantenimiento y defensa, por parte de
los grupos étnicos americanos, de sus identidades básicas durante los pasados
cinco siglos, resistiendo, a veces violentamente, al modelo impuesto por
Occidente, no ha sido por locura o desesperación, sino por convicción razonada
y emoción. Por tener la certeza que sólo así tendrían una oportunidad para
sobrevivir como entidades étnicas diferenciadas, y además porque, en
definitiva, eran sus deseos y los asistía el derecho. Hoy, la recuperación
reivindicativa de esa historia negada y bastardeada se constituye en el aspecto
crítico de una lucha que también los compromete con el futuro, ya que, como lo
sintetizara Guillermo Bonfil Batalla, “La agresión más feroz del colonizador ha
sido despojarlos de su historia, porque sin historia no se es y con una
historia falsa, ajena, se es otro pero no uno mismo” (1992: 84). Si, como el
historiador Jean Chesneaux decía, “el pasado es un fondeadero de las luchas del
presente” (en Azcuy Ameghino, 1990: 43), deberemos, pues, reconstruir
solidariamente nuestra historia común para, solidariamente, construir nuestro
destino compartido; comprendiendo que las disimilitudes socioculturales son el
resultado de búsquedas divergentes y no el producto del retraso evolutivo de
unas (indígenas) con respecto a la otra (occidental).
6
El avance de la “aldea global” o
“mundialización” de la civilización euroccidental, tecnificada e informatizada,
sobre las diversas identidades étnicas, a través de la expansión de su poder
económico-financiero y sistemas de control político y social, augura la
completa asimilación y muerte cultural de lo diferente. “Tenemos presente
–anota Néstor García Canclini- que en este tiempo de diseminación posmoderna y
descentralización democratizadora también crecen las formas más concentradas de
acumulación de poder y centralización transnacional de la cultura que la
humanidad ha conocido” (1992: 25). El capital simbólico de la cultura de elite,
tanto extrarregional como sus proyecciones locales, es presentado por ésta como
paradigma planetario con el objetivo de unificar, masificar, usos y costumbres,
valores e ideas, generando mercados y espacios propicios para sus intereses
político-económicos.
Los medios de comunicación social (mass-media), como factor operativo
gravitante en este proceso, operan básicamente sobre dos vertientes
fundamentales: la cultura y la sociedad, las cuales a su vez se entrecruzan e influyen mutuamente. En la
esfera de lo cultural, la visión degradada de su propio universo cultural se
produce como efecto previo a la pérdida de los valores étnicos tradicionales y
la posterior internalización de la ideología del grupo dominante, formándose en
consecuencia una identidad negativa con respecto a su origen étnico. En el
marco de lo social, el rompimiento del ethos tribal determina la desintegración
como grupo socialmente organizado, expulsando a sus miembros, como una fuerza
centrífuga, hacia los centros urbanos, para ulteriormente concentrarlos en la
periferia de las grandes ciudades en un proceso de suburbanización forjador de
las paupérrimas “villas miserias”, “callampas”, “jacales”, “cantegriles”,
“ciudades perdidas”, etc., en las que un nuevo código sociocultural habrá de
nacer signado por la marginalidad y la pobreza extrema.
La discriminación hace su aparición aquí
como consecuencia del desajuste cultural entre los mapas cognitivos de estos
grupos subalternos y el modelo impuesto por el universo simbólico dominante,
segregando, por tal motivo, a los contenidos étnicos (y sus proyecciones populares) de la comunicación social.
O, en el mejor de los casos, manipulándolos como mercancías espurias,
subproductos culturales degradados y despolitizados destinados al consumo masivo y a la
consiguiente profundización del proceso de subyugación cultural antes
mencionado.
Movidos por el deterioro de su
autovaloración, producto de los sistemas de coacción ideológica, traducidos en
la adopción de la conciencia del otro (Ribeiro, 1985: 73); buscan la
adscripción voluntaria al grupo dominante en el que, en definitiva, jamás se
los aceptará como miembros integrales porque en el mantenimiento de la discriminación subyace la justificación de la dominación (Bonfil Batalla, 1990: 121). El desprecio al que a estos grupos
socioculturales se somete obra sobre la base de los prejuicios de “apariencia”
y de “clase”, además, claro está, del “prejuicio cultural” que venimos
estudiando. El Profesor Oracy Nogueira define al primero como la exclusión del
grupo blanco de un individuo a partir de su apariencia física: color de la
piel, tipo de nariz, textura del cabello, etcétera (en Bastide, 1973: 40). En
tanto que el segundo prejuicio, más evidente en los países con altos
porcentajes de miscigenación, no tiene que ver con las razas, sino con la
división en clases sociales; interponiendo profundas brechas entre los sectores
oprimidos y las clases dominantes. Pero en las estructuras sociales de las
Américas Pobres, donde como resultado de la dominación y explotación colonial y
neocolonial existe una casi exacta correspondencia entre la división por clases
y la división por etnias, el prejuicio racial adopta muy frecuentemente la
forma del prejuicio de clase (Bastide, 1973: 19).
7
La educación es otra de las coordenadas que
opera dentro de un sistema
interdependiente más vasto, engendrando una situación de
subalternización y expoliación que se reproduce perpetuándose. Los planes de estudio escolares postulan una igualdad capciosa persiguiendo integrar a los indígenas
a las sociedades nacionales, diluyendo sus identidades étnicas y exponiéndolos
a una violencia social y cultural que los estigmatiza como seres inferiores
sobre los que se admite todo tipo de abusos. La enseñanza bilingüe y bicultural
que la realidad indígena impone como una necesidad imperiosa, aunque no
suficiente (“el alfabeto no redime al indio”, decía José Carlos Mariátegui
[1972: 11]), resalta el divorcio existente entre los propósitos asimilacionistas de
los centros educativos oficiales y las especificidades etnoculturales que los
grupos autóctonos pretenden salvaguardar como clave para su propia
supervivencia. A partir del supuesto básico de que todos los hombres son
iguales, el sistema educativo formal negó el derecho a la diversidad cultural,
intentando, a través del llamado curriculum oculto, destruir la comunión del
indígena con su universo normativo, desnudándolo de contenidos y valores
propios, para luego imponerle un ropaje ajeno útil a los intereses de las
burguesías nacionales. “Como resultado –opina la antropóloga Isabel Hernández- se obtiene que el niño o el adolescente indígena, al sentirse por una parte llamado a identificarse culturalmente con la sociedad nacional y por otro rechazado y discriminado por ser indio, oscila entre autoafirmarse como aborigen o negar su identidad, y así se conflictúa introducido en un juego de dos identidades que lo atraen y lo rechazan alternativamente” (1984: 35). Los consecuentes efectos negativos de este método esquizofrénico se manifiestan principalmente en la situación de inferioridad a la que se hallan sometidos los alumnos indios con respecto al proceso educativo formal y sus compañeros no-indígenas, contribuyendo de esta manera, junto a la sempiterna falta de materiales adecuados para una educación que contemple sus especificidades, al bajo rendimiento, el ausentismo y/o la deserción escolar, reproduciendo un estado de cosas que tiende así a perpetuarse (ibídem). Los indígenas, por su parte, deconstruyendo esta concepción aculturadora afirman: "tenemos derecho a ser distintos porque somos iguales" (mensaje de los indígenas de América latina al papa Juan Pablo II. Izamal, Yucatán, México, 12 de agosto de 1993), y demandan en cambio una educación pública de gestión comunitaria (se refiere específicamente a la intervención de los consejos comunitarios indígenas en la co-dirección, la elaboración de contenidos y en la designación del plantel docente), bilingüe e intercultural. Este reclamo se justifica en parte por la desconexión existente entre los contenidos curriculares y la realidad que se vive en las comunidades indígenas, lo que ha provocado que la escuela, como "motor para la movilidad social", se constituya en una expulsora de los miembros escolarizados de las mismas ya que los prepara para actuar en un mundo ajeno a las formas culturales que les son propias. De manera que para mejorar su calidad de vida los jóvenes deben abandonar sus comunidades de origen, a las que difícilmente regresen (Bermúdez Urbina y Núñez Patiño, 2009: 124).
8
Encarnizadamente combatidos en su
originalidad y disparidad espiritual, gran parte de las creencias tradicionales
nativas cayeron en el olvido, en tanto que una indeterminada porción de las
mismas subsiste bajo formas sincréticas o mimetizada con la iconografía y el
ritual que los invasores les impusieron. El etnocidio que las diferentes
ordenes religiosas practican entre los indígenas, coacciona sobre el sistema
religioso-cultural de estos pueblos mutando el perfil básico de la cultura, es
decir, las referencias de sentido mítico-religiosas que concedían plenitud al
actuar del hombre (Novati, 1984: 18), vaciándolos espiritualmente y
disponiéndolos, de esta manera, para introyectar una ideología autoritaria,
dogmática e intolerante que los desvaloriza y socava en su heterogeneidad
cultural.
En las décadas de 1970-80, desde diversos
grupos sociales y académicos (fundamentalmente sociólogos y antropólogos) latinoamericanos se fueron alzando voces para
denunciar las actividades y expansión de las sectas evangélicas
fundamentalistas estadounidenses y los efectos destructivos de su trabajo sobre
las culturas indígenas, lo que condujo a una mayor toma de conciencia con
respecto al tema, aunque el panorama en las comunidades no se modificara
sustancialmente (Löwy, 1999: 145 y ss.). Paralelamente, con la penetración de los misioneros protestantes surgieron conflictos interrreligiosos entre éstos y las distintas órdenes católicas, los que en ocasiones afectaron de manera directa a las comunidades indígenas provocando enfrentamientos y divisiones. (Estos conflictos, de carácter ecuménico, tendieron a generalizarse debido a que, como lo indicó la Comandancia General de la URNG en uno de sus documentos, las Iglesias cristianas ejercen una influencia política e ideológica que atraviesa fronteras sociales, de clase y étnicas [1988: 153].)
Sin duda la religión fue y es el campo de batalla donde tienen lugar las mayores disputas ideológicas. En América latina, el pentecostalismo vive hoy (en su versión "neo") una rápida expansión entre las comunidades aborígenes e incluso ha cambiado la valoración que desde las academias antes mencionadas -o de una parte considerable de ellas- se hace de su acción pastoral, visualizándoselo ahora como fundamento del revivalismo cultural indígena. Así, se ha sostenido observar una identificación entre el culto pentecostal nativo (con su cohorte de sanadores, profetas, tembladores, rezadores, extáticos y danzarines frenéticos) y el chamanismo tradicional (Bastian, 2005: 44-46).
No obstante la autoadscripción de importantes contingentes de indígenas a los nuevos movimientos religiosos neotestamentarios que aquí se menciona y del evidente resquebrajamiento de la hegemonía católica en la región, esta inédita situación no parecería inscribirse mayoritariamente en una auténtica identificación religiosa de las comunidades indias latinoamericanas con los principios teológicos del protestantismo (más allá de ciertas afinidades místico-rituales); sino que estaría originada por la búsqueda en la hipotética "flexibilidad y maleabilidad doctrinal" (Bastian, 2005: 47) evangélico-pentecostal de un refugio que facilite la recomposición de su universo simbólico. De esta manera, el fenómeno de la creciente membresía evangélica indígena formaría parte, en términos generales, de una estrategia mayor de resistencia étnica frente al agresivo colonialismo interno de la sociedad dominante y sus posibles aliados intraétnicos, identificados históricamente con el catolicismo romano.
Por su parte, en el marco de los preparativos para la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento y Evangelización de América, los sectores más progresistas dela Iglesia católica
solicitaron la creación de un punto de inflexión en la larga e infecunda acción
indigenista que la institución realiza, y reclamaron que se reconozca
humildemente la culpa y se ponga en práctica una verdadera libertad religiosa
(De Nevares, 1990: 193-194).
Como bien lo señaló Fanon, “La Iglesia en las colonias es
una Iglesia de blancos, una Iglesia de extranjeros. No llama al hombre
colonizado al camino de Dios sino al camino del Blanco, del amo, del opresor.
Y, como se sabe, en esta historia son muchos los llamados y pocos los elegidos”
(2009: 36-37).
Los esfuerzos dela Diócesis de San Cristóbal
de las Casas en Chiapas, México, en el sentido de coadyuvar a la gestación de
una “Iglesia autóctona” dentro de las comunidades indias de su influencia que respete y promueva el apego de éstas a sus propias raíces culturales y cosmovisión (Valtierra-Zamudio, 2012: 74-89),
marcan una línea de acción pastoral divergente con la política tradicional que
en este sentido la Iglesia
católica lleva adelante en América latina.
Sin duda la religión fue y es el campo de batalla donde tienen lugar las mayores disputas ideológicas. En América latina, el pentecostalismo vive hoy (en su versión "neo") una rápida expansión entre las comunidades aborígenes e incluso ha cambiado la valoración que desde las academias antes mencionadas -o de una parte considerable de ellas- se hace de su acción pastoral, visualizándoselo ahora como fundamento del revivalismo cultural indígena. Así, se ha sostenido observar una identificación entre el culto pentecostal nativo (con su cohorte de sanadores, profetas, tembladores, rezadores, extáticos y danzarines frenéticos) y el chamanismo tradicional (Bastian, 2005: 44-46).
No obstante la autoadscripción de importantes contingentes de indígenas a los nuevos movimientos religiosos neotestamentarios que aquí se menciona y del evidente resquebrajamiento de la hegemonía católica en la región, esta inédita situación no parecería inscribirse mayoritariamente en una auténtica identificación religiosa de las comunidades indias latinoamericanas con los principios teológicos del protestantismo (más allá de ciertas afinidades místico-rituales); sino que estaría originada por la búsqueda en la hipotética "flexibilidad y maleabilidad doctrinal" (Bastian, 2005: 47) evangélico-pentecostal de un refugio que facilite la recomposición de su universo simbólico. De esta manera, el fenómeno de la creciente membresía evangélica indígena formaría parte, en términos generales, de una estrategia mayor de resistencia étnica frente al agresivo colonialismo interno de la sociedad dominante y sus posibles aliados intraétnicos, identificados históricamente con el catolicismo romano.
Por su parte, en el marco de los preparativos para la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento y Evangelización de América, los sectores más progresistas de
Como bien lo señaló Fanon, “
Los esfuerzos de
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La proclamada cultura universal
(interactiva y dialógica[8]) se convierte así en la universalización de Una
cultura (occidental y hegemónica), autodesignada conciencia moral del mundo. “La experiencia –apunta Guillermo Magrassi-
debiera habernos enseñado que no hay palabra, idea, imagen, gesto, que posea
toda la verdad, y que si no hay visiones y formas distintas con las cuales
cotejar la propia, el avanzar hacia porciones cada vez mayores de verdad se
hace imposible y es demasiado fácil caer en el autoengaño, la ilusión, la
alienación” (1982: 48).
Otro equívoco común, debido a la rapidez
con la que se suceden las invenciones en estos tiempos, consiste en creer que
la cultura euroccidental ha sido producto principalmente de la autocreación. Es
interesante observar que la supuesta unicidad cultural que se pretende oponer,
desde las trincheras del Occidente judeocristiano, al “caos” de la
multiplicidad étnica del Tercer Mundo, esconde el hecho histórico de que ella
misma supo enriquecerse con la diversidad cultural durante milenios de
contactos e intercambios, los que en ocasiones no excluyeron el “espionaje”.
Ralph Linton opinaba que es posible que no exista una cultura en nuestros días
que deba más de un 10% del total de sus elementos a invenciones efectuadas por
los miembros de su propia sociedad (1982: 317).
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América latina y el área caribeña
constituyen el escenario geopolítico en el que vive, se reproduce, crea, se
desarrolla y sueña un vasto contingente humano heterogéneo, que, como hemos
venido observando, lucha por la defensa de sus identidades históricas diversas,
contraponiéndolas, a manera de “último confín”, a la expansión hegemónica de
las poderosas usinas culturales de Occidente. Analicemos ahora, someramente,
los guarismos que evidencian esta compleja realidad demográfica: Guillermo
Magrassi calcula la conformación étnico-racial latinoamericana para 1980, sobre
360 millones de habitantes, en 10% de indígenas, 30% de mestizos e indios
ladinizados, 24% de negros y mulatos y 36% de blancos, ablanqueados y otros
(1982: 30). Toda esta fecunda humanidad tiene su correlato en el campo de la
especificidad cultural y la originalidad lingüística, lo que dio origen a la
desmovilizante tesis de la “Babel americana”. Advertidos de este potencial, no
sólo étnico, sino incluso revolucionario, desde los sectores más
reaccionarios, tanto endógenos como exógenos, se ha intentado
presentar -como lo denunciaron las organizaciones indígenas de América latina
en la Segunda Reunión
de Barbados en 1977- “un cuadro de extremada fragmentación dialectal y
lingüística, tratando de demostrar la inviabilidad de la formación de unidades
lingüísticas estandarizadas, esenciales para el despegue de proyectos políticos
de liberación de los pueblos indios, (...) (y a su vez) sustentar la ideología
del carácter ahistórico, estático y regresivo de las lenguas indígenas, según
la cual éstas serían incapaces de absorber dinámicamente las nuevas experiencias
colectivas que confrontan los pueblos oprimidos. En otros términos, se les
niega la posibilidad de una interpretación propia tanto conceptual como
lingüística, de la dinámica social y de la naturaleza” (Doc. de la Segunda Reunión de Barbados,
1979: 399).
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El modelo de modernidad neoliberal impuesto
en la década de 1990 por los países centrales a las naciones de la periferia
americana, a través de sus organismos económicos-financieros (FMI + BM + BID +
OMC + multinacionales) y sus recetas de reconversión, concentración y ajustes
salvajes, acentuaron las desigualdades distributivas del ingreso per cápita.[9] Mientras una ínfima porción más rica
mantuvo o acrecentó sus ingresos, la inmensa mayoría vio reducirse los suyos,
agudizándose los contrastes entre ricos y pobres. También aumentaron los
porcentajes de población que viven en la extrema pobreza, reinvirtiéndose la
tendencia de las tres décadas de posguerra (1945-1975). En la actualidad los pobres urbanos
de América latina, en su mayoría migrantes internos, son todavía más pobres que
los pobres rurales (R. Acción, 19/12/1991: 8-9). Por su parte, la usuraria
deuda externa latinoamericana acumula ya 700.000 millones de dólares, lo que
equivale a más de dos años de todas las exportaciones de la región (Relea, 1999:
22).
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En este cambio de milenio, signado por la
violencia étnica, los miopes profetas del universalismo hegemónico deberían
comprender definitivamente que el futuro de una convivencia más justa y
pacífica entre los pueblos habrá de reposar en el respeto irrestricto del
derecho a la diversidad, y en la creación del marco institucional en el que
tenga posibilidades de ser y fructificar. En tanto que el espacio para el
encuentro de la multietnicidad y la pluriculturalidad, expresiones cabales de
la auténtica riqueza de la humanidad, se concretará, como lo expresara el antropólogo francés Robert
Jaulin (1970), a partir del diálogo entre las partes y la renuncia insoslayable
de cada una de ellas a aspirar a la totalidad; generando así un modelo
multidimensional en el que la interacción dialógica sea la norma que rija las
relaciones interétnicas.
(Continúa en LA EXPLOTACIÓN)
[1] La socióloga Aracely Burguete señala que en la región de los Altos de Chiapas, México, “un embrión de algo que podría ser una pequeña burguesía indígena emergente se ha apropiado de extensiones importantes de tierra, ejerce presiones políticas para el control del agua para el riego y adicionalmente tiene dominio sobre los mercados locales y regionales, sobre las rutas de transporte y sobre el capital usurero. Poder económico que se combina con el control político que, también este grupo suele ejercer, apoyado por las estructuras de poder gubernamental y del partido oficial”. (México: Experiencias de Autonomía Indígena. Coord. Burguete Cal y Mayor, Aracely. Documento IWGIA Nº 28. Copenhague, 1999. Pág. 292).
[2] No
estamos negando el valor del Tawantinsuyo como fuente de inspiración ideológica
para el movimiento político indio. En lo
que no creemos, es en la posibilidad de la restauración mecánica de un sistema cristalizado,
y por ende divorciado en muchos aspectos de las condiciones objetivas de la
realidad actual de los pueblos indígenas andinos. El intelectual peruano José
Carlos Mariátegui decía al respecto: “Las generaciones constructivas sienten el
pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa” (Siete
Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Editorial Gorla. Buenos Aires,
2005. Pág. 258).
[3]
Héctor Díaz Polanco sostiene que aún en la actualidad: “Toda forma de
organización en la que se utilizan procedimientos colectivos para la toma de
decisiones, se ejerce la autoridad como servicio, funcionan los controles
internos de los recursos, se practica la reciprocidad, etcétera, es vista con
sospecha y sobresalto por los profetas de la globalización neoliberal” (La Rebelión Zapatista
y la Autonomía. Siglo
XXI Editores. México, 1997. Pág. 26).
[4] La Nueva Constitución
Política del Estado Plurinacional de Bolivia fue aprobada en Oruro por la Asamblea Constituyente
el 9 de diciembre de 2007, y posteriormente sometida a referéndum popular el 25
de enero de 2009, donde fue ratificada por el 61,43% de los votos emitidos. El
largo y conflictivo proceso de elaboración del nuevo texto constitucional,
finalmente promulgado el 7 de febrero de 2009, estuvo signado por una fuerte, y
por momentos violenta, oposición de los sectores autonomistas de los ricos
departamentos del oriente; refractarios a buena parte de los postulados más
substanciales que en ella pretendían introducir los constituyentes
ideológicamente alineados con el presidente Morales. Con el paso de los años el proceso de reformulación del Estado boliviano (especialmente en el tema autonomías indígenas), según opinión de algunos observadores, demostró no ser tal, ralentizado por trabas burocráticas implementadas por el gobierno del MAS que entorpecieron su efectiva puesta en marcha.
[5] La
coordinadora guerrillera URNG, constituida el 7 de febrero de 1982, estaba
integrada por cuatro grupos insurgentes: el Ejército Guerrillero de los Pobres
(EGP), las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), la Organización
Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) y la fracción
Núcleo de Dirección Nacional del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT-NDN).
[6] El
triunfo en las elecciones bolivianas de diciembre de 2005 de Evo Morales Ayma,
primer presidente indígena de este país, con un 53,7% de los votos emitidos y
una participación que ascendió al 84% del electorado, marca un cambio
sustantivo en la actitud de los pueblos indígenas –al menos de los demográficamente
significativos- hacia los procesos electorales como instrumentos de cambio.
[7] El
informe Cobo, presentado en las Naciones Unidas, ha dejado perfectamente
aclarado que este principio fundamental se aplica tanto a los pueblos dentro de
un Estado, como a los pueblos colonizados fuera de éste (Martínez Cobo, José:
Estudio del Problema de Discriminación Contra las Poblaciones Indígenas. ONU.
Ginebra, 1983).
[8] En el sentido que le da Todorov al término, cuando dice que dialogando con el otro sin imposiciones, "le reconozco una calidad de sujeto, comparable con el sujeto que yo soy" (La Conquista de América. El Problema del Otro. Siglo XXI editores. Buenos Aires, 2003. Pág. 143).
[9] Según
un estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) denominado
“Hacia una Democracia de Ciudadanas y Ciudadanos”, presentado en septiembre de
2004 en México, de la experiencia de gobierno de los jefes de Estado
latinoamericanos consultados surge que las mayores presiones sobre la autonomía
de las decisiones presidenciales provienen del gobierno de Estados Unidos y los
organismos multilaterales de crédito, las que son valoradas negativamente en
todos los casos (Verbitsky, Horacio: ¿Quién Manda en Latinoamérica? Diario
Página/12. Buenos Aires, 19/09/2004).
CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:
FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-diversidad.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].