martes, 8 de octubre de 2013

LA RESISTENCIA

Movimientos Armados Indígenas en América Latina

 
“Indio ha sido el nombre con el cual
   nos han sojuzgado, indio será el
 nombre con el cual nos liberaremos”.
Domitila Quispe. Perú, 1922.

1. Introducción

En un contexto latinoamericano en progresiva desmovilización y abandono de las luchas armadas de liberación, en el que durante más de tres décadas se persiguió la modificación de la distribución del poder con el objeto de reorganizar la sociedad sobre bases nuevas, las guerrillas indígenas constituyen una modalidad ancestral y perturbadora, aún para las organizaciones revolucionarias izquierdistas.

Estructuradas por una dialéctica étnica irreductible, la que las transforma en potencialmente explosivas en aquellos países donde los pueblos indígenas constituyen la mayoría demográfica o una porción significativa de la misma (Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala y México; también incluimos a Chile, Nicaragua y Colombia por la combatividad de las organizaciones políticas indígenas de estos países),  se distinguen de las guerrillas marxistas-leninistas tradicionales en los objetivos que persiguen y, fundamentalmente, por su lógica interna, especificidad étnica y percepción ideológica de sí mismas frente a las sociedades occidentalizadas que las oprimen y en contra de cuyos Estados operan. Mientras que en el aspecto teórico-práctico militar se acercan a la doctrina de los grupos insurgentes izquierdistas, en ocasiones suelen superarlos en virulencia y radicalización.

Estos grupos armados, que reclutan a sus miembros principalmente del campesinado indígena y sus organizaciones políticas, reivindican en su teoría revolucionaria la denominada “Historia de los Vencidos” ("un vencido indomable", en el decir de Octavio Paz), de la cual son producto, para oponerla a la Historia Oficial que en 1492 implantaron en América las huestes europeas. En opinión de las propias organizaciones indígenas: “El coloniaje ha instaurado una sociedad basada en el individualismo exclusivista, refrendado con la cruz y la espada, en desmedro del pueblo. La Europa conquistadora, producto de la barbarie medioeval, ha hollado nuestras tierras, ha asaltado nuestras ciudades, ha saqueado nuestras minas, ha convertido en desierto nuestros bosques, ha quebrantado nuestros imperios y ha desfigurado nuestra historia” (Mink'a, 1975; en Colombres, 1977: 246).

Sistemáticamente silenciados, los dioses y héroes pre y poscolombinos que sobrevivieron en las conciencias fragmentadas de sus herederos –en ocasiones transfigurados en la iconografía invasora-, y en la resistencia cultural establecida en las comunidades campesinas, son ahora constituidos en bandera de una lucha armada que emerge con características propias.

El eje del conflicto se instaura, como se dijo, entre una América seminal insurgente y otra aluvional y hegemónica que pretende mantener el statu quo con el que se ha venido beneficiando durante los últimos 500 años, reproduciendo sociedades  escindidas, polarizadas entre conquistados y conquistadores. Dicho proceso de explotación colonial y neocolonial (el que para los  pueblos indígenas se traduce, a su vez, en endocolonial), dio como resultado que en los países latinoamericanos la división por clases se corresponda casi exactamente con la división por etnias o razas.

Esta acción violenta y secular, ejercida de arriba hacia abajo, genera en algunos sectores indígenas una reacción también violenta contra todos los niveles o categorías sociales de la sociedad envolvente, blanca o mestiza, que se ubican por encima de la frontera étnica, penetrando, incluso, a las jerarquías aborígenes –donde las hay-, asociadas directa o indirectamente a aquella.[1]

También las vanguardias obreristas son excluidas de posibles alianzas porque, aunque explotadas, están integradas al sistema opresor. En el documento titulado “Tesis Política del Gran Pueblo Indio”, publicado en 1971, el Movimiento Nacional Túpac Katari (MNTK) de Bolivia, destacaba lapidariamente: “Los sectores constitutivos del proletariado nacional cobran rango superior al erigirse en estrato social y encienden la guerra, porque conviene a sus intereses de dominación frustrar el surgimiento de pueblos que significarían el ocaso de su hegemonía” (Colombres, 1977: 262).

Pertrechados con una teoría revolucionaria que se nutre de valores e intereses que les son propios, buscando de esta manera configurarse en un auténtico instrumento de liberación de los pueblos indígenas, definen en otra parte del documento anteriormente citado sus objetivos y metodologías posibles: “El campesino boliviano cree en su derecho indiscutible a una revolución india, hasta la toma del poder, para cuya concreción asume responsabilidades propias, usando todos los medios de lucha a su alcance, partiendo de la concientización de sus hermanos indios (...) Extremará su lucha conforme aconsejen las circunstancias, y si es posible y necesario acudiremos a la lucha armada” (Ibídem, 265-266).

Finalmente enfatizan en la dicotomía étnica, contradicción vertebral del conflicto según su óptica, cuando afirman: “El campesino tiene conciencia cabal de su historia como pueblo indio, y tiene que rebelarse frente a sus opresores blancos” (Ibídem: 266).

Por su parte, el Movimiento Indio Peruano (MIP) planteaba la cuestión en términos similares y proponía la destrucción del actual sistema imperante, reinstaurando a cambio el viejo Tawantinsuyu prehispánico: “El Movimiento Indio Peruano no es un partido político al estilo tradicional, antes bien, un estado de conciencia, la expresión doctrinaria de una nacionalidad –la india- y la vanguardia revolucionaria que defiende a los ayllus, que exige el gobierno en Consejos, y que lucha abiertamente por la implantación de un segundo Tawantinsuyu” (Barre, 1988: 114-115).

En Guatemala, una organización revolucionaria indigenista,[2] el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), en su Manifiesto Internacional de octubre de 1979 interpretaba la situación interétnica nacional en términos de antagonismos: “no es dable hablar en Guatemala de la existencia de una nacionalidad integrada. Los opresores de los indígenas guatemaltecos, los de antes y los de ahora, creyeron erróneamente que la servidumbre, la explotación o la marginación quebrantarían el espíritu de resistencia de los pueblos maya-quiché y que sus rasgos sociales y culturales desaparecerían con el tiempo y serían finalmente absorbidos y digeridos por el sistema. Profundo y fatal error; esas condiciones han acumulado y fortalecido los factores de identidad propia de los pueblos indígenas, y la acumulación de su sorda rebeldía ha venido aumentando, de tal manera que ahora su magnitud no sólo ya no puede ser ignorada, como factor catalítico, sino que se ha convertido además en un elemento decisivo para el futuro de nuestro país” (Barre, 1988: 146).

Más recientemente, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), sublevado el 1º de enero de 1994 en el suroriental Estado mexicano de Chiapas, en respuesta a la formalización del “perdón” que el gobierno federal ofreciera a sus fuerzas, se interrogaba: “¿De qué tenemos que pedir perdón? ¿De qué nos van a perdonar? ¿De no morirnos de hambre? ¿De no callarnos en nuestra miseria? ¿De no haber aceptado humildemente la gigantesca carga histórica de desprecio y abandono? ¿De habernos levantado en armas cuando encontramos todos los caminos cerrados? (...)

“¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo? ¿Los que, durante años y años, se sentaron ante una mesa llena y se saciaron mientras con nosotros se sentaba la muerte, tan cotidiana, tan nuestra que acabamos por dejar de tenerle miedo? ¿Los que nos llenaron las bolsas y el alma de declaraciones y promesas? ¿Los muertos, nuestros muertos, tan mortalmente muertos de muerte ‘natural’, es decir, de sarampión, tosferina, dengue, cólera, tifoidea, mononucleosis, tétanos, pulmonía, paludismo y otras lindezas gastrointestinales y pulmonares? (...) ¿Los que nos negaron el derecho y don de nuestras gentes de gobernar y gobernarnos? ¿Los que negaron el respeto a nuestra costumbre, a nuestro color, a nuestra lengua? ¿Los que nos tratan como extranjeros en nuestra propia tierra y nos piden papeles y obediencia a una ley cuya existencia y justeza ignoramos? ¿Los que nos torturaron, apresaron, asesinaron y desaparecieron por el grave ‘delito’ de querer un pedazo de tierra, no un pedazo grande, no un pedazo chico, sólo un pedazo al que se le pudiera sacar algo para completar el estómago?” (Carta del Subcomandante Marcos a los medios de comunicación, 18/01/1994).

2. La contradicción total

Situémonos ahora desde una perspectiva analítica del fenómeno, a partir de la cual intentaremos dilucidar las características conceptuales básicas de las guerrillas étnicas, contrastándolas con las de los grupos insurreccionales de la izquierda latinoamericana.

En la teoría revolucionaria de los movimientos guerrilleros de inspiración marxista, la lectura de la realidad social, cultural, política y económica de una determinada formación social sobre la que se planea actuar, se efectúa a partir del análisis de las relaciones antagónicas de clases. Para el marxismo, el lugar que millones de hombres ocupan con relación a los medios de producción en un sistema social de producción históricamente determinado y las consecuentes condiciones económicas en que viven, hacen que su forma de existencia, sus intereses y su cultura los aparten de los de otra clase enfrentándolos hostilmente. No obstante ello, el conflicto se establece desde una subcultura clasial que, si bien explotada, se expresa en el mismo idioma y comparte una misma tradición civilizatoria con su opuesto. En tanto que la dicotomía étnica se estructura a partir de un núcleo de contradicciones irreductibles, inserto en una situación colonial y resultante de la suma de raza, historia, cultura, idioma, religión, sociedad, economía, intereses y valores distintos, inyectándole un grado de radicalización que no se registra en el caso anterior.

En los documentos desde los que se llama a corporizar la revolución continental proletaria, los grupos insurgentes latinoamericanos rescatan los valores étnicos americanos con el objeto de oponerlos a los paradigmas culturales occidentales, identificados con el opresor, a fin de erigir una identidad cultural propia definida por oposición al modelo dominante, pero sin llegar a constituir una alternativa creíble para los pueblos indígenas, los cuales construyen sus utopías revolucionarias desde una visión milenarista y maniquea de las relaciones interétnicas continentales.

Los ciclos de resistencia indígena a la dominación occidental, que parecen inacabables y sobrevivir a todos los avatares históricos, nos llevan a interrogarnos sobre el origen de esa fuerza insurreccional perenne que, recurrentemente y bajo ciertas condiciones, florece en las comunidades aldeanas desafiando aún sus propias frustraciones libertarias. Para los pueblos sometidos, el “fracaso en la realización de la utopía milenarista –dice Alicia M. Barabas- constituye asimismo su triunfo: sin la esperanza nada será realizado, pero todo lo que se realiza está por debajo de las esperanzas. En este sentido, la viabilidad de la utopía no debe buscarse en su concreción, sino en el sostenimiento de la esperanza que provee a los hombres de nuevos significados y los moviliza en pos de un mundo mejor” (1990: 9).

Según Ernest Bloch, estos movimientos milenaristas no representan meras ilusiones sin fundamento, sino que por el contrario son proyecciones de la esperanza totalizadora de los pueblos oprimidos, la que constituye el principio de toda revolución (en Barabas, 1990: 9).

3. Categorías ideológicas

En el aspecto ideológico, el campo del activismo revolucionario indígena está cruzado por dos vertientes a las que hasta aquí nos hemos referido genéricamente como guerrillas indígenas, pero ambas contienen diferencias doctrinarias significativas, las que analizadas a la luz de la praxis de algunos grupos armados de América latina, definen dos categorías de insurgencia étnica que trataremos de conceptualizar someramente: el indigenismo y el seminalismo.

3.1. Indigenismo: un intento de síntesis revolucionaria

Por su origen e intereses, la guerrilla indigenista representa una ideología mestiza que fluctúa entre ambos polos de la frontera interétnica, pero cuya incapacidad para superar un etnocentrismo inherente a su naturaleza eminentemente occidental, la condiciona a entablar con las comunidades indias una relación antidialógica en la que poco o nada, según los casos, cuenta la opinión de éstas sobre lo que pretenden de sus destinos como pueblos diferentes.

De afiliación marxistas-leninistas, trotskistas o maoístas, estas agrupaciones armadas admiten el pluralismo étnico, más no como una solución posible para la cuestión etno-política nacional, sino buscando la “integración” de los pueblos indígenas a la lucha de clases junto al campesinado, para finalmente terminar diluyéndolos en la marea proletaria latinoamericana (ej.: Sendero Luminoso en Perú).[3] “En ningún documento oficial de Sendero Luminoso –escribe el periodista Simón Strong- se afirma que el movimiento esté persiguiendo reivindicaciones étnicas o culturales. Para Sendero Luminoso eso sería nacionalismo. Ve la revolución más bien en términos internacionales y de clase, antes que de raza. Sin embargo el resentimiento cultural y racial es una herramienta política formidable. Es lo que ha dado fuerza a Sendero Luminoso y en gran parte lo que explica la naturaleza feroz y cruel de la violencia” (1993: 79).

Otras en cambio, suelen tener una postura menos dogmática y mayor apertura doctrinaria hacia las argumentaciones revolucionarias indígenas, conformando movimientos simbióticos (los indigenistas propiamente dichos) cuya síntesis es una combinación de elementos de ambas, aunque con predominio de los no-indígenas (ej.: Ejército Guerrillero de los Pobres en Guatemala).[4] Contrariamente a las guerrillas de inspiración marxista, cuya teoría revolucionaria se construye estrictamente a partir de una visión del conflicto social en términos de antagonismos de clases, los movimientos insurreccionales binarios conjugan en su doctrina postulados marxistas –o filomarxistas- e indígenas en busca de una no siempre lograda sinergia. “Una de nuestras principales diferencias con el pasado –dice Rolando Morán fundador del EGP- era algo que iba a tener una importancia histórica insospechada en el futuro, la indispensable relación que estableció el EGP con los pueblos indígenas de Guatemala desde el inicio. El EGP afirma por primera vez que la revolución en Guatemala debe tener dos facetas: la lucha de clases y la lucha nacional-étnica. Postula que ambos aspectos están inseparablemente vinculados y que uno no puede triunfar sin el otro” (Castañeda, 1993: 103).

En esta etapa, a medio camino entre las guerrillas izquierdistas tradicionales y las emergentes seminales, la insurgencia indígena aparece enquistada en organizaciones político-militares con un perfil ideológico de contenido distinto a sus intereses, resignificado en función de incrementar el sentido de su participación, el que en ocasiones se reduce, como observamos, a una mera oportunidad de revancha étnica contra la sociedad blanca o mestiza que las oprime (Frantz Fanon reconocía que el odio no puede alimentar una guerra de liberación [2009: 127-128]), y en otras se constituye en un camino hacia cierta esperanza de reivindicación.

Cabe aclarar que las guerrillas indigenistas no necesariamente tienden a evolucionar hacia alguna versión seminal -todavía embrionarias-, sino que pueden coexistir con éstas o terminar extinguiéndose debido a causas diversas. Digamos también que ambas participan de intereses que les son comunes, sólo que en el modelo bélico seminal se han desembarazado de los principios revolucionarios izquierdistas asumiendo mayoritariamente los intereses étnicos, aunque todas contengan particularismos que las distingan, producto de su historia, regionalidad y condiciones de emergencia.

3.2. La insurgencia seminal: una categoría étnica

Utilizamos el término o categoría seminal (Fava, 1998: 18-20) para describir un tipo de guerrillas de factura eminentemente étnica, cuya lucha hace hincapié en el derecho de los pueblos indígenas a su autonomía, territorios y culturas originales; diferenciándolas de las guerrillas indigenistas, ideológicamente simbióticas.

Estos movimientos armados reconocen sus antecedentes históricos en las luchas de liberación que los diferentes pueblos indios de América latina han llevado adelante contra el poder español durante la Colonia y, posteriormente, contra los Estados-nación latinoamericanos.

Su localización geográfica no se define por vastas áreas subcontinentales, es decir, Sudamérica o Centroamérica, como en la primera y segunda ola, sino que emergen en países con una población indígena numéricamente importante y alta conflictividad étnica al interior de sus sociedades. En vista de la variable complejidad demográfica que los países del área presentan, el impacto poblacional indígena no debe analizarse exclusivamente a la luz de los guarismos nacionales, los que en la mayoría de los casos licuarían las cifras en la masa global, sino que la evaluación se hará teniendo en cuenta el peso relativo de las comunidades indias sobre las diversas realidades regionales.

La lógica interna de dichas organizaciones armadas opera a través de una compleja red de antiguas relaciones basadas en la familia, el clan, la comunidad, la cultura y la religión. Instancias institucionalizadas que, como bien lo señala Susana Devalle, se recrean en la práctica cotidiana diferenciada de cada entidad étnica, terreno en el cual se formulan las identidades colectivas (1989: 18). Se autodefinen a partir de referentes identitarios etnohistóricos comunes y de una percepción ideológica de sí mismas frente a las sociedades nacionales, en la que se visualizan como pueblos oprimidos y explotados inmersos en una situación colonial iniciada en 1492. La etnicidad, que constituye un modo especial de experiencia social, juega un papel fundamental en la concepción revolucionaria seminal, dándole cohesión y sustento ideológico al grupo rebelde. Pero, “tanto o más que en formas étnicas o socioeconómicas –agrega el sociólogo francés Yvon Le Bot-, el movimiento se expresa en formas éticas”. Las afirmaciones de identidad y las reivindicaciones de tierras y autonomía van inseparablemente ligadas a un objetivo ético: fin de la discriminación, igualdad, universalidad, etc. “La protesta moral acompaña todas sus manifestaciones” (1995: 103).

Doctrinariamente la insurgencia seminal aparece como básicamente reformista, es decir que no busca la destrucción total del poder dominante, sino que apunta a modificar las profundas asimetrías establecidas en la relación interétnica. El “reformismo armado” de estas organizaciones es producto de su condición de minorías étnicas, para las cuales la toma del poder está reñida con la lógica de su propia dinámica estructural, la que concibe la realización de sus demandas en un contexto de autonomía interna. “El derecho de ser un sujeto –dice Alain Touraine- no puede ser afirmado por un actor social sin que éste se lo reconozca al mismo tiempo a todos” (1997: 3). De tal manera, encontramos aquí la exteriorización violenta de una antigua contienda que los pueblos minorizados llevan adelante por el control de sus destinos, superación de las condiciones de superexplotación y preservación de sus identidades históricas dentro de un esquema dado.

La mayor o menor radicalización de las tesis sobre autonomía indígena dependerá de qué grupo las sustente y en la realidad que opere. La intensidad del vínculo de dependencia económica con la sociedad dominante, la posibilidad –real o quimérica- de acceso a la tierra, el grado de conciencia etnonacional alcanzado por los pueblos indios y la ya mencionada tensión del impacto demográfico indígena sobre el total de población nacional o regional, según sea el caso,  son algunos de los factores que presionarán en una u otra dirección.

3.2.1. El neozapatismo

La desaparición del paradigma socialista de la escena político-militar de la región, con una muy fuerte presencia en las décadas anteriores, y la posterior retracción de las formaciones insurgentes izquierdistas generó un espacio propicio para la emergencia de otras formas de lucha armada, aún no totalmente conformadas pero ya con algunos rasgos definidos, el que junto a los antecedentes de operaciones de guerrillas indigenistas de la denominada segunda ola[5] en el área (EGP y ORPA),[6] coadyuvaron, en nuestra opinión, para la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el Estado mexicano de Chiapas. Este acontecimiento mostró el surgimiento de un fenómeno que hunde sus raíces en ancestrales y recurrentes erupciones de violencia indígena, tal como lo subrayan en su primera declaración los miembros del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General (CCRI-CG) del EZLN, cuando afirman que este movimiento es el “producto de 500 años de luchas” (Declaración de la Selva Lacandona. Hoy Decimos ¡Basta!, 1993). Por su parte, el subcomandante Marcos, vocero y líder militar del grupo sublevado, sintetiza con crudeza las duras e indignas condiciones de vida a las que se somete al indígena al señalar ante la prensa que: “la cosa peor que le puede ocurrir a un ser humano es ser indio, con toda su carga de humillación, hambre y miseria” (Página/12: 04/01/1994). Es bajo estas condiciones de opresión y superexplotación, y alzando en contrapartida consignas de justicia, tierras y autonomía, que el EZLN logra una sólida y esencial inserción en las comunidades indígenas chiapanecas.

De acuerdo con algunos analistas, la guerrilla neozapatista, que está mayoritariamente integrada por indígenas tzeltales, tzotziles, choles, zoques, mames y tojolabales, se fue configurando militarmente a partir de la confluencia de un reducido núcleo urbano del Ejército Zapatista de Liberación Nacional con los grupos de autodefensa indígenas, los que, transformados en ejército regular se insertaron en las comunidades aldeanas del sudeste mexicano. El EZLN, una organización castro-guevarista fundada en la Selva Lacandona en noviembre de 1983 y liderada en su etapa inaugural por el arquitecto Fernando Yáñez Muñoz (a) “Germán”, fue formado a partir de la reconstrucción de las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), creadas en Monterrey, Nuevo León, en agosto de 1969 por César Germán Yáñez Muñoz (a) “Pedro” (hermano de Fernando) y exterminadas en Chiapas en 1974.

La elección de las montañas, selvas y cañadas de Chiapas para la ubicación del foco guerrillero les aseguró protección y permanencia, además de inmediatez con las comunidades campesinas, base social de la guerrilla y fuente de reclutamiento de miembros para el ejército revolucionario. Esta doble condición -geográfica y social- que toda fuerza guerrillera debe contemplar para arribar con éxito a los objetivos tácticos y estratégicos propuestos, fue excepcionalmente planteada por Mao Tse-tung en su conocida analogía, en la cual compara al guerrillero con un pez y al pueblo con el mar. Si el mar le es favorable -decía Mao-, el guerrillero sobrevivirá; pero si en cambio el medio ambiente le es hostil, el guerrillero terminará por ahogarse (en Clutterbuck, 1988: 33). Conscientes de la importancia de este axioma de la lucha irregular, la guerrilla llevó adelante un plan de implantación social que se basó en la cooptación de los catequistas indígenas católicos quienes, poseedores de prestigio moral y predicamento en sus comunidades, actuaron de cabeza de playa para el desembarco de los milicianos zapatistas. Desde 1968, la Diócesis de San Cristóbal de las Casas venía desarrollando una tarea de concientización y afirmación cultural entre los indígenas con el objetivo de modificar la crítica situación socioeconómica imperante en las comunidades. Con tal propósito se crearon las escuelas diocesanas, ideológicamente imbuidas de la Teología de la Liberación,[7] las que les dieron a los catequistas una nueva perspectiva sobre el problema de la tierra y la pobreza en Chiapas. Pero la falta de una alternativa viable de cambio por parte de la Iglesia que fuera más allá de una simple supervivencia sobre la base de proyectos de desarrollo colectivos y la mínima o nula presencia de programas sociales estatales en la zona, le abrió la puerta a formas más radicalizadas de lucha. Sobre esta estructura y estas necesidades se montaron los guerrilleros zapatistas para llevar con éxito su mensaje de liberación a las aldeas.

El EZLN realizó su bautismo de fuego el 1º de enero de 1994 tomando cuatro alcaldías del Estado de Chiapas: San Cristóbal de las Casas, Ocosingo, Altamirano y Las Margaritas, además de otras poblaciones de menor importancia en la Selva Lacandona. Allí, durante doce días entabló duros combates con el ejército mexicano y posteriormente se replegó a sus posiciones iniciales. Con un alto el fuego de por medio, el 21 de febrero de 1994 comenzó en la Catedral de San Cristóbal de las Casas un tortuoso diálogo de paz entre la guerrilla y el gobierno federal sin que se llegara a resultados definitivos.

La insurrección neozapatista de 1994 reinstaló a los indígenas en la agenda política mexicana.

Si bien para finales de los ochentas, el EZLN ya había abandonado buena parte de su bagaje ideológico inicial y adoptado como propias las reivindicaciones de las comunidades indígenas chiapanecas, en su declaración de guerra al Estado mexicano de enero de 1994 no incluía la demanda de autonomía. Esta fue incorporada recién dos años después, tal como desde 1995 lo venía reclamando el movimiento indígena nacional. De esta forma, los derechos autonómicos de los pueblos indígenas, aunque restringidos en sus alcances, quedaron incluidos en los Acuerdos de San Andrés Larráinzar firmados por las delegaciones del gobierno federal y del EZLN el 16 de febrero de 1996 (IWGIA, 1999: 67-68). (Véase Anexo Documental II.)

La posible influencia de grupos armados indigenistas sobre el EZLN que aquí señalamos, sería el fruto de la relación entre experiencias insurgentes indígenas que, sospechamos, se han producido al margen de la existencia o no de vínculos orgánicos entre las diversas organizaciones rebeldes de carácter simbiótico. En una entrevista con el investigador Yvon Le Bot, el Subcomandante Marcos niega que en la etapa de formación guerrillera del EZLN haya existido relación alguna con la guerrilla guatemalteca (1997: 134-135). No obstante, la proximidad geográfica entre la selva de Ixcán, ámbito de operación de unidades de la URNG, y la Selva Lacandona, zona donde se gestó la guerrilla zapatista; así como la presencia en Chiapas, entre 1982 y 1993, de alrededor de 45.000 refugiados guatemaltecos, son datos a tener en cuenta.

3.2.2. Otros actores

En la década de 1980 hicieron su aparición las guerrillas de las etnias miskito, sumu y rama (Misura y Misurasata) en Nicaragua, las que se enfrentaron al Ejército Popular Sandinista (EPS) en defensa de sus territorios, autonomía e integridad cultural.

Creada en 1981, Misura estaba dirigida por Steadman Fagoth y operaba desde Honduras a lo largo de la frontera delimitada por el Río Coco. Fue acusada por las autoridades revolucionarias de estar apoyada por la CIA y alineada con la somocista Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN). Por su parte, Misurasata, liderada por Brooklyn Rivera, se estableció en Costa Rica en 1982 donde se unió a la Alianza Revolucionaria Democrática (ARDE), la organización de Edén Pastora, con el propósito de atacar a los sandinistas desde el sur. En mayo de 1985 un alto el fuego fue firmado entre una fracción disidente de Misura y el gobierno sandinista, transformándose así en el primer acuerdo de paz de una serie de varios más. En septiembre de 1987, se aprobó el Estatuto de Autonomía para los grupos étnicos de la Costa Atlántica y en octubre de ese mismo año las distintas formaciones armadas miskito, sumu y rama (Misurasata, Misura y Kisan) se unificaron en la organización denominada Yatama (Yapti Tasba Masraka Nanih Asla Takanka -Organización de los Pueblos Unidos de la Madre Tierra-), con B. Rivera como líder. Meses después, entre enero y febrero de 1988 se llevaron a cabo negociaciones de paz entre Yatama y el gobierno, acordándose un alto el fuego. Para comienzos de 1989, ya todas las agrupaciones miskito habían abandonado la lucha armada.

Las incluimos dentro de la categoría de guerrillas seminales ya que su participación en el conflicto centroamericano, más allá de las motivaciones político-ideológicas de la “contra”[8] nicaragüense y de la ayuda militar recibida de los norteamericanos, estaba cifrada en la defensa de sus “derechos especiales” –como los mencionados de cultura, autonomía y tierras-, amenazados por la política de asimilación forzada llevada adelante por el gobierno sandinista en la Costa Atlántica,  y alejada de la lucha de clases y de los intereses imperialistas en juego en esta conflagración de típica lógica bipolar, propia de la denominada Guerra Fría. El reconocimiento de esta realidad por parte del gobierno del FSLN permitió el inicio de negociaciones de paz en 1984 y el retorno definitivo de los refugiados miskitos a Nicaragua en 1989.

El Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL), surgido a la luz pública en 1984, era una guerrilla seminal de base nasa (paez) que se autodefinía como “una organización armada al servicio del movimiento popular y en primer lugar de las organizaciones indígenas” (Espinosa, 1996: 76). Este grupo guerrillero indígena, que toma su nombre del líder nasa Manuel Quintín Lame (1883-1967), comenzó a conformarse militarmente a partir de 1977 cuando se organizan como grupos de apoyo o autodefensas para protección de las comunidades indígenas, relacionándose con el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de Abril (M-19). Su primera acción fue el incendio de la maquinaria del ingenio Castilla el 29 de noviembre de 1984, seguido de la toma de Santander de Quilichao el 4 de enero de 1985. El número de sus combatientes podía variar entre 30 y 200 o 300 personas, ya que no todos eran miembros permanentes del comando móvil. La toma del poder no figuraba en los planes del MAQL (ibídem: 74 y ss.).

Los quintinos operaron en la zona norte del Valle del Cauca, en el sureste colombiano, con el objeto de controlar el territorio, detener la masacre de sus líderes, apoyar las recuperaciones de resguardos, afirmar la cultura, hacer respetar la autonomía y negociar con los demás grupos en guerra que penetraban en sus tierras. Se desmovilizaron en 1991 (ibídem: 26-27). (Véase Anexo Documental III.)

En Bolivia, la fusión de las Células Mineras de Base (CMB) de Milluni y los Ayllus Rojos Tupakataristas (ART) en 1984, dio como resultado la aparición de una nueva agrupación obrero-campesina denominada Ofensiva Roja de los Ayllus Tupakataristas (ORAT), de la cual el Ejército Guerrillero Túpac Katari (EGTK) era su brazo armado (Iturri Salmón, 1992: 27 y 29).

El 23 de junio de 1991, el EGTK, que toma su nombre del dirigente indígena Julián Apaza (a) “Túpac Katari”, líder del gran levantamiento aymara de 1781, anunció el inicio de la “guerra comunaria” con el colgamiento de tres gallos rojos en la localidad de El Alto. Los combatientes de esta organización eran mayoritariamente aymaras del altiplano paceño (ibídem: 9 y 18).

Originalmente imbuidos de una ideología ambigua y contradictoria que amalgamaba elementos del trotskismo vernáculo con el katarismo[9] andino; a partir de la creciente influencia del ala liderada por Felipe Quispe Huanca alias “Mallku” (Cóndor), un dirigente aymara que provenía de las filas de los movimientos políticos indígenas de la década del ’70,[10] comienzan a configurarse como guerrilla seminal, con un fuerte giro etnonacionalista. Dicha organización político-militar reivindicaba: “el Derecho a Autodeterminación estatal del pueblo indio, esto es, el derecho a formar estados y naciones independientes de trabajadores Aymaras y Qhiswas, como en siglos pasados, pero ahora, en guerra a muerte y separados del Estado burgués boliviano, de la nación burguesa boliviana” (en Iturri Salmón, 1992: 36). En línea con lo anteriormente expuesto, propugnaban la destrucción del capitalismo de los “q’aras” (blancos) y la creación de una nueva sociedad basada en los milenarios ayllus indígenas.

En 1992 el EGTK sufrió un duro revés con el encarcelamiento de sus máximos dirigentes, Álvaro García Linera y Felipe Quispe Huanca, lo que determinó su posterior disolución.

3.3. Indianismo y fundamentalismo étnico

La doctrina indianista surgió de la elaboración, desde el espacio intelectual indio, de una ideología y estrategia antioccidental y panindígena que caracterizó al materialismo dialéctico de la izquierda orgánica latinoamericana como herramienta del colonialismo euroccidental, enfrentándolo al materialismo armónico, de cuño indígena, no condicionado por la lucha de clases y al margen de ésta (Ubertalli, 1987: 18-19), lo que le valió la crítica y el repudio de dicho sector político, que creyó ver proyectada en ella la sombra ominosa del imperialismo norteamericano.

En la visión de las organizaciones indígenas, la dialéctica indianista, a la que consideran ley general del universo, es concebida como rigiendo la dinámica de las relaciones sociales dentro de un sistema de complementariedad, es decir de contradicciones no antagónicas (CISA, 1982: 7 y ss.).

Como vemos, el indianismo como ideología no conlleva necesariamente una actitud violenta, sino que, por el contrario, su conceptualización de los “opuestos complementarios” conduce a una armonización de las dicotomías del campo interétnico, exacerbadas en las teorías afincadas en las contradicciones de clase.

Pero este problema de alteridad engendró, per se, una militancia política india de carácter fundamentalista, la que se mostró especialmente activa en la década del ’70 y que, como veremos brevemente, encierra una cuestión mucho más compleja y conflictiva hacia el futuro.

El indianismo, por su propia dinámica antioccidental, producto de la ya cinco veces centenaria situación colonial a la que se hallan sometidos los pueblos indios americanos, llevó a reducidícimos grupos –específicamente del área andina- a un radicalismo ontológico utópico y a una dialéctica étnica alterofóbica, “lo que Sartre denominaba ‘racismo de oposición’ y que se explica sólo como contra-violencia del oprimido” (Colombres, 1977: 238), adoptando en ocasiones el perfil de un incipiente nacionalismo étnico en su versión más extrema.

Tesis aislacionistas desde las cuales se sostiene que las formas culturales y sociales sincréticas o mestizas no son posibles en América, debido a que la confrontación se establece de sistema a sistema entre dos civilizaciones diametralmente opuestas e irreconciliables, son agudizadas en algunos casos hasta el paroxismo étnico.

Estas concepciones excluyentes -“químicamente” más puras- florecieron principalmente en el área andina, donde una fuerte tradición estatal-imperial indígena que proviene del incanato, sumada a una demografía mayoritariamente india (nos referimos específicamente a Perú, Bolivia y Ecuador), abonó en las mentes de sus mentores y partidarios la idea de una ruptura total con las sociedades nacionales, blancas o mestizas, y la reconstrucción del antiguo Tawantinsuyo. El Movimiento Indio Peruano (MIP) afirmaba en 1979 que “el indio se sentirá definitivamente reconciliado con la vida, con su vida, cuando no quede un solo testimonio occidental: en lo racial, en lo social, en lo político y en lo económico” (Cuadernos Indios. N° 1. Lima, 1979).[11]

De índole esencialmente intelectual no lograron siquiera una base minoritaria de masas, lo que les impidió avanzar hacia otras formas de organización.

Con el surgimiento en el año 2000 del Movimiento Indio Pachakuti (MIP), instrumento político de la CSUTCB para disputar el poder por la vía electoral, se reactualiza la problemática del nacionalismo radical aymara en Bolivia. Es que el MIP, liderado por el ex comandante guerrillero Felipe Quispe Huanca, retoma los postulados del desaparecido EGTK y se manifiesta favorable a la autodeterminación de la nación Qullasuyana y la construcción de un Estado indígena paralelo, sin relaciones con la Bolivia blancoide y mestiza. Aunque con escasa gravitación política a nivel nacional, han logrado una fuerte implantación y gran poder de movilización en el área campesina del altiplano paceño y la ciudad de El Alto, zonas mayoritariamente aymaras.[12]

En lo inmediato, el fundamentalismo étnico andino se halla confinado al cono de sombras en el cual hibernan los movimientos ultraminoritarios, limitados a un activismo casi exclusivamente propagandístico.

4. Contrainsurgencia y derechos humanos

Desde que la guerra de guerrillas irrumpió en el escenario de los conflictos armados internos como un recurso eficaz para morigerar las asimetrías en la relación de fuerzas entre los grupos insurgentes y los ejércitos regulares, ampliamente favorables para los segundos, la inteligencia militar comenzó a forjar la metodología para contrarrestar lo que en apariencia se perfilaba como un arma absoluta. Esta táctica y estrategia se conoce como contrainsurgencia.

Revisemos ahora dos de los principios más utilizados de la doctrina contrarrevolucionaria y las consecuencias, en términos de violación de derechos humanos, de su aplicación en conflictos con grupos armados indígenas o sobre población de este origen en América latina.

a) Separar a las guerrillas del pueblo mediante un traslado de población

El traslado forzoso de poblaciones completas con la intención de quitarle base social a la guerrilla –“sacarle el agua al pez”, en el argot de los expertos en contrainsurgencia - y la posterior creación de “aldeas estratégicas” o “aldeas modelo” bajo estricta vigilancia y control absoluto de los movimientos de los pobladores por unidades del ejército ha sido aplicada en las zonas con conflictos internos de Nicaragua, Perú y Guatemala. Aunque con atenuantes en el caso nicaragüense, estas poblaciones rehenes han sido víctimas de continuos abusos, especialmente las mujeres jóvenes, por parte de las tropas allí acantonadas. También sus economías domésticas se han visto perjudicadas debido a la imposibilidad de atender los campos de cultivos o la realización de otras prácticas relacionadas con la subsistencia (caza y pesca), como consecuencia de la distancia entre éstos y su nuevo lugar de “reubicación” y por el férreo control al que se los somete, creando serios problemas de abastecimiento.

b) Creación de contraguerrillas locales y milicias de autodefensa

Esta técnica fue puesta en práctica en la década del ’80 en Nicaragua con la creación de las guerrillas “contras”. Dichas formaciones armadas contrainsurgentes fueron adiestradas y financiadas por la inteligencia norteamericana[13] con la finalidad de debilitar la cohesión del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y abrir un nuevo frente de lucha que desgastara material y moralmente al ejército revolucionario. Esta forma de intervención militar constituye un clásico ejemplo de lo que los estrategas estadounidenses llaman “conflicto de baja intensidad”,[14] y que tanto perjuicio ocasionara a los procesos de liberación de la región.

La participación de guerrilleros miskitos en las organizaciones contrarrevolucionarias o, por el contrario, la reticencia a involucrarse en ellas, ocasionó que estas comunidades indígenas fueran víctimas de homicidios selectivos, represalias colectivas y matanzas no provocadas por parte de ambos bandos, según sendos informes elaborados por Amnistía Internacional (AI, 1992: 33-34) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 1984).

En Guatemala, las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) constituyeron una pesada carga para las comunidades indígenas, debido a que todos los hombres estaban obligados a participar en dos turnos semanales o turnos de semana completa.[15] Este sistema de patrullas militarizadas era utilizado por el ejército para aislar, intimidar o reprimir a las aldeas y lograr, sobre la base del terror, un mayor control de la región. En reiteradas ocasiones fueron utilizadas de escudos humanos en enfrentamientos con las guerrillas.

De acuerdo a un balance efectuado por los Grupos de Apoyo y de Derechos Humanos, se consigna que durante la década del ’80 las dictaduras militares de Guatemala han ocasionado la destrucción de más de 400 aldeas indígenas, alrededor de un millón de personas expulsadas de sus comunidades, 150 mil exiliados, 50 mil viudas, miles de ejecutados extrajudicialmente y “desaparecidos”, y aproximadamente cien mil indígenas muertos (IWGIA, 1989: 61-62).[16]

En Perú, la creación por parte del ejército de los Comités de Defensa Civil (CDC), también llamados “rondas”, potenció viejos conflictos intertribales y expuso a las aldeas participantes a un fuego cruzado.

Obligados por las fuerzas gubernamentales a integrar estas milicias de autodefensa contra las incursiones de la guerrilla de Sendero Luminoso (SL), los campesinos indígenas militarizados, denominados “cabezas negras” por el uso de pasamontañas para proteger su identidad, se constituyeron así en blanco de la furia senderista que los acusaba de colaborar con la “reacción”; mientras que la renuencia a la formación de rondas los enfrentaba a la ferocidad represiva del ejército peruano. El Dr. Germán Medina, parlamentario izquierdista por el departamento de Ayacucho, comentaba al respecto: “En algunos lugares la formación de rondas implicaba el traslado de comunidades de las zonas altas a los valles, funcionando como colchones para proteger las bases militares. Eran obligados a peinar el área buscando senderistas, con los soldados detrás. Quien no participaba era considerado sospechoso.

“La creación de rondas exacerbó las luchas entre las comunidades e hizo salir a la luz los viejos resentimientos. (...) Los campesinos tratan de aprovecharse de las rondas para ajustes de cuentas o simplemente para ganar ventajas políticas. Pero pueblos enteros han desaparecido, ya sea por masacres o por emigración, que es lo que el ejército desea, pues deja a los senderistas sin tener donde ocultarse y sin gente para sostenerlos” (en Strong, 1993: 170).

El informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), creada en el año 2001 con el objeto de analizar las dos décadas (1980-2000) de conflicto armado interno que asoló al Perú, reveló que el sector más afectado por la violencia, tanto revolucionaria como represiva, fue el de los campesinos indígenas, grupo social al que pertenece el 75% de las víctimas de un total que, según estimó el mencionado informe, supera las 69 mil muertes (CVR, 2003).

La prolongada guerra interior colombiana, orientada a partir de 1997 hacia una estrategia de disputa territorial y control de las bases de apoyo, entre, por un lado, el Ejército y los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y, por el otro, las guerrillas izquierdistas  de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), principalmente; elevó significativamente los niveles de violencia política a los que se hallaban expuestas las comunidades indias que históricamente habitan en los territorios en cuestión. Este giro en la contienda ha ocasionado que de los 92 pueblos indígenas que actualmente existen en el país, 37 de ellos se hayan visto afectados por homicidios políticos y 21 presenten una tasa superior a la nacional, ya de por sí una de las más altas del mundo. Según una estimación realizada por el Sistema de Información Geográfica sobre Pueblos Indígenas de Colombia de CECOIN (Centro de Cooperación Indígena), entre los años 1974-2004, los pueblos originarios colombianos fueron víctimas de 1.889 asesinatos políticos perpetrados por los diferentes actores del conflicto en proporciones desiguales: Ejército/fuerzas policiales 9,21%, paramilitares 36,42% y organizaciones insurgentes 22,02%; de los que no se pueden excluir en una primera etapa a los grupos armados al servicio de terratenientes, narcotraficantes y otros 32,35%. En el mismo período se registraron además 228 desapariciones forzadas y masivos desplazamientos de poblaciones indígenas de las zonas de hostilidades. Algunas de las etnias más perjudicadas por la violencia política son los nasa, emberá katío, emberá chamí, kankuamo, wayúu, senú, pijao, emberá, inga y wiwa (arzario), entre muchas otras (Villa y Houghton, 2005: 16, 22, 24 y 53).

La utilización de los recursos que les provee la tecnología militar constituye la ventaja básica con la que cuentan a su favor los ejércitos regulares, mejor pertrechados y abastecidos que los grupos irregulares. Muchas veces, conscientes de esta superioridad e impotentes frente a la táctica guerrillera, recurren a las técnicas contrarrevolucionarias que aquí hemos descrito, cuya aplicación indiscriminada resulta en la muerte o “desaparición” de infinidad de personas inocentes, violando sistemáticamente los derechos humanos de las poblaciones indias, de las que sospechan simpatizan con la guerrilla. El secretario de prensa del dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt respondía de la siguiente manera a la requisitoria periodística con respecto a las atrocidades cometidas por el ejército en 1982: “Los guerrilleros ganaron muchos colaboradores indígenas. Allí los indios eran subversivos. ¿Y cómo se combate a los subversivos? Claramente, usted tiene que matar indios porque ellos están colaborando con los subversivos” (AI, 1992: 35). Otro caso significativo: en enero de 1994, al inicio del conflicto armado chiapaneco, aviones de combate y helicópteros artillados de las Fuerzas Armadas mexicanas efectuaron numerosos bombardeos no selectivos sobre las aldeas mayas en los Altos de Chiapas y en la Selva Lacandona, donde, presumían, se escondían combatientes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En estos dos países también han proliferado las bandas paramilitares, financiadas por los finqueros y controladas por el ejército, las que asolaron a las poblaciones campesinas indefensas y a los campamentos de refugiados (CIDH, 1998).

5. Consideraciones finales

Hemos intentado abordar aquí diversos aspectos de un fenómeno complejo y poco estudiado, insertado de forma marginal en la denominada cuestión indígena latinoamericana.

Genéricamente clasificadas como guerrillas indígenas, algunas suelen aparecer implantadas en estructuras político-militares marxistas ortodoxas, vehiculizadas como instrumento mínimo de lucha. Es este un intrincado fenómeno, difícil de delimitar con precisión, en el que, como vimos, tal vez cabría hablar de guerrillas indígenas subyacentes o movimientos paraétnicos. Otras en cambio, dotadas de una ideología binaria en la que se conjugan intereses de clase y etno-políticos, significaron la apertura de un espacio mayor de lucha para las reivindicaciones indígenas, el que fructificó particularmente durante la llamada segunda ola. Finalmente, en una etapa más reciente asistimos a la emergencia de las guerrillas seminales, las cuales van definiendo un perfil propio, adoptando, paulatinamente, la forma de movimientos armados predominantemente indígenas. Estas agrupaciones insurgentes reconocen sus antecedentes históricos en las luchas de resistencia anticolonialistas de los pueblos indígenas, iniciadas a partir de la ocupación española en 1492 y desarrolladas durante los últimos 500 años.

Es importante aclarar que estas guerrillas no constituyen una manifestación masiva en las comunidades aldeanas o dentro del movimiento político indígena, el que lleva a cabo su lucha a través de movilizaciones multitudinarias, paros, bloqueo de rutas, toma pacífica de organismos públicos, recuperación de tierras y otros métodos no violentos (ej. la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador, la Central Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia y el Consejo Regional Indígena del Cauca de Colombia), sino que se halla limitada a la praxis de agrupaciones minoritarias y localizadas, aunque de innegable extracción indígena. No obstante, y a la luz de los acontecimientos de Chiapas, creemos que de no modificarse la actual situación de opresión y superexplotación en la que estos pueblos se hallan inmersos, la insurrección armada seminal será una opción latente en las conciencias de las etnias indias de América latina.

(Continúa en ANEXO DOCUMENTAL I, II y III)
   

[1] Por ejemplo, el caciquismo en México. Esta institución tradicional ha sido reiteradamente repudiada por las organizaciones indígenas mexicanas por sus prácticas opresivas y corruptas.
[2] Término de uso común en la literatura especializada para describir actividades insurgentes de ideología binaria.
[3] Formalmente denominado Partido Comunista Peruano (PCP), Sendero Luminoso (SL), de filiación maoísta, inició sus actividades armadas el 17 de mayo de 1980 en Chuschi, pequeña población del departamento de Ayacucho, Perú. En septiembre de 1992, su líder máximo Abimael Guzmán (alias “Presidente Gonzalo”) fue capturado y puesto en prisión. Una fuerza residual, del otrora poderoso SL, continúa luchando en el Valle del Huallaga, en plena selva amazónica.
[4] El EGP se originó en la zona selvática de Chiapas, sobre el fronterizo río Ixcán, en el año 1972. Operaba principalmente en el departamento del Quiché y norte de Huehuetenango y a partir de los años 1975-76 contó con una fuerte presencia de campesinos indígenas en sus filas, especialmente de la etnia ixil del altiplano guatemalteco. El 7 de febrero de 1982 se incorporó a la coordinadora guerrillera Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).
[5] En la clasificación de las diferentes épocas por las que atravesaron las organizaciones político-militares izquierdistas latinoamericanas, la segunda ola se caracteriza por que el centro de gravedad se traslada a Centroamérica, mientras que temporalmente ocupa toda la década del ’70 y parte de los ’80. Algunas excepciones llegan incluso a los años ’90 (ej.: URNG). Según César Careceres, las señas particulares de los grupos de la segunda generación eran de tres clases: a) rechazaban el foquismo y planeaban una guerra prolongada; b) pretendían involucrar a la población indígena; y c) perseguían un segundo frente igualmente importante en la comunidad internacional. (Castañeda, Jorge: ob. cit., pág. 134).
[6] La Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) fue creada en 1971 en el occidente guatemalteco por Rodrigo Asturias, alias “Gaspar Ilóm”. Inicialmente implantada sólo en el ámbito rural, sus miembros eran mayoritariamente indígenas. El 7 de febrero de 1982 se incorporó a la URNG.
[7] La Teología de la Liberación "es una línea de pensamiento que se desarrolla al interior de la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Episcopal de Medellín (1968). Esta corriente replantea la pastoral social de la Iglesia y promueve una relectura de la Biblia desde lo que define como una 'opción preferencial por los pobres'. (Rosalva Aída Hernández Castillo: De la Comunidad a la Convención Estatal de Mujeres. Las Campesinas Chiapanecas y sus Demandas de Género. En: La Explosión de Comunidades en Chiapas. IWGIA Doc. Nº 16. Copenhague, 1995. Pág. 66).
[8] La contrarrevolución estaba básicamente integrada por “los miembros de la derrotada Guardia Nacional, la burocracia política somocista y la élite terrateniente”, además de sectores de la clase empresaria. Armony, Ariel: La Argentina, Los Estados Unidos y la Cruzada Anticomunista en América Central, 1977-1984. Universidad Nacional de Quilmes. Buenos Aires, 1999. Pág. 171.
[9] “Los kataristas –afirma el investigador peruano José Tamayo Herrera- sostienen la idea de una Bolivia multiétnica y multinacional, con un centrismo andino muy marcado, de carácter racial y cultural” (Liberalismo, Indigenismo y Violencia en los Países Andinos (1850-1995). Universidad de Lima, Fondo de Desarrollo Editorial. Lima, 1998. Pág. 49).
[10] En 1978 militaba, junto a Constantino Lima, en el Movimiento Indio Túpac Katari (MITKA). Detenido entre los años 1992-97, desde 1998 y hasta 2006 Felipe Quispe fue el principal dirigente de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB).
[11] Creado en 1974, luego del Congreso del Cuzco, realizado en 1980, quedó disuelto.
[12] El MIP obtuvo en las elecciones generales de diciembre de 2005 un exiguo 2,16% de los sufragios emitidos, muy por debajo del 6,09% logrado en 2002; constituyéndose en la quinta fuerza a nivel nacional, aunque sin alcanzar representación parlamentaria. Lo mismo ocurrió en la circunscripción correspondiente a La Paz, bastión del MIP, donde obtuvo el 5,38% contra un 17,74% en 2002. Además, el no haber llegado al 3% mínimo de los votos válidos les significó la pérdida de la personería jurídica (La Razón. La Paz, 5 de enero de 2006).
[13] La CIA financió a los “contras” entre 1979 y 1985, año en el que estalló el escándalo político que puso fin a la ilegal operatoria utilizada por la agencia de inteligencia estadounidense para la obtención de los fondos destinados a la contrarrevolución. Dicho dinero provenía de la venta secreta de armas a Irán, lo que constituía una flagrante violación a la legislación norteamericana vigente al respecto y a la Enmienda Boland (aprobada en diciembre de 1982, prohibía cualquier maniobra destinada al derrocamiento del gobierno nicaragüense). El affaire fue conocido popularmente como “Operación Irán-Contras”.
[14] Según Francisco Pineda, en la actual estrategia militar de los Estados Unidos “la idea de baja intensidad alude al uso limitado de la fuerza para someter al adversario”. Fue concebida para combatir movimientos de liberación, revoluciones o cualquier conflicto que amenace sus intereses (La Guerra de Baja Intensidad. En: Chiapas 2. UNAM. México, 1996. Págs. 173-174).
[15] Según fuentes oficiales, en 1985 los hombres movilizados llegaban a 900.000 (Le Bot, Yvon. La Guerra en Tierras Mayas... Pág. 200).
[16] Para un informe más completo sobre las violaciones a los derechos humanos en este país, véase Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH): Guatemala, Memoria del Silencio. Guatemala, 1999.


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:

FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-resistencia.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].